PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE CARLOS MARZAL
Manual de amor a los toros
SERGI DORIA
«Sentimiento del toreo» (Tusquets) pretende ser «un manual de buenos espectadores taurinos, para buenos espectadores», apunta Brines. Entre el albero y los tendidos, una veintena de nombres que conjugan vivencias. Escritores, pintores y diestros. Literatura: Bergamín, Vargas Llosa, Brines, Benítez Reyes, Caballero Bonald, Luis Alberto de Cuenca, Félix Grande, Juan Luis Panero, Fernando Quiñones, Sabina, Trapiello, Sánchez Rosillo. Pintura: Barceló, Chapa, Gordillo, Gaya, Claramunt, Navarro... Toreo: Bienvenida, Esplá, Rafael Gómez, el Gallo, Rafael de Paula, Manolo Vázquez…
Un buen espectador taurino, nos advierte Marzal, es un buen lector al aire libre: «Es alguien que lee bien en lo que mira —eso es ver, en términos taurinos—, alguien que asiste desde su conciencia al fenómeno que ocurre ante sus ojos». Hace treinta años, Marzal codirigió «Quites», revista de literatura, pintura y toros que era una y trina. «Tres cosas distintas y un solo interés verdadero: arte». De la mano de sus poetas favoritos —Machado (Manuel), Lorca, Alberti, Gerardo Diego, Bergamín, Brines—, «ingresó» en la mitología taurina.
Belmonte hizo girar al toro Los ataques a la Fiesta, proclamó Bergamín en 1930, «no son otra cosa, en definitiva, más que odio mortal a la inteligencia… Es el rencor sentimental de intelectuales de improvisación, que son sentimentales disfrazados, sin sensibilidad todavía para su natural, y sobrenatural, espiritual, entendimiento». Barceló, el artista que mejor mira el albero, platica con Esplá. Belmonte fue el primer diestro que giró e hizo girar al toro: «Y la forma de la plaza corresponde en cierto modo a eso, a un círculo, a un cráter».
Una imaginería que hace del arte de no morir una suerte estética. Sí, la corrida es cruel, añade Vargas Llosa, «como lo son, en todas sus instancias, la caza y la pesca y como lo es, inevitablemente, esa ley de la naturaleza que hace que la vida se nutra de la vida, que el precio de vivir sea morir».
Lo había proclamado en Nueva York, año 1929, Sánchez Mejías, seis años antes de que llegara su hora lorquiana de las cinco de la tarde: «Mientras los seres humanos hablen tranquilamente del número de hombres que cada nación puede matar en un momento determinado, hablar de la crueldad de las corridas es ridículo». ¿Se tomarán la molestia de acercarse al «Sentimiento del toreo» los epígonos del Comité de Salud Pública que coartan libertades? ¿Será, éste, de repente, el último verano de la Fiesta? Y si cierran las plazas quedará, escribe Marzal, «el orgullo de saber que uno podrá contar que estuvo allí».
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