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ABC Cultural

Polke, el realismo del desastre

El pintor y fotógrafo alemán, uno de los mayores artistas contemporáneos, falleció ayer en Colonia a los 69 años a causa de un cáncer

En una época desencantada en la que se habla ritualmente de la «muerte de la pintura» y, al mismo tiempo, son entronizados pintores penosos, como Neo Rauch o Luc Tuymans, parece increíble que figuras de una enorme intensidad, como Sigmar Polke, no tuvieran la proyección y el reconocimiento internacional que merecían.

Es manifiesto que este fundador, con Richter y Lueg, del Realismo Capitalista a principios de los años setenta, como reacción frente a la pintura de propaganda socialista, tuvo grandes exposiciones y fue incluso premiado en la Bienal de Venecia. Pero no dejo de pensar que su fortuna crítica no ha sido la adecuada. Entre otras cosas porque los teóricos del arte norteamericanos han mantenido con respecto a los alemanes, especialmente contra Beuys y sus «discípulos», una actitud de enorme beligerancia. La meditación traumática de los artistas alemanes, su pintura después de Auschwitz, no tenía encaje en la estrategia pop que era comercializada desde Nueva York.

El interés originario de Polke fue reaccionar contra la sociedad consumista sin caer ni en el arte de consignas ni en el hermetismo decorativo. Su pintura era una modulación peculiar del arte pop, solo que atravesado por vectores críticos ausentes en creadores como Warhol. Con una curiosidad inmensa y un talento plástico incuestionable, Polke se embarcó en una suerte de apropiación de los medios de comunicación de masas para convertir el cuadro en una superficie en la que podía, en apariencia, yuxtaponerse toda clase de cosas. No tenía miedo ni a la saturación ni a lo vulgar, sabía tergiversar el kitsch y dar espacio a la cita cultural sin caer jamás en la pedantería.

Una de sus series más impresionantes es la que realizó con pigmentos que variaban de color e incluso terminaban por desaparecer en función de la incidencia de la luz. Polke tenía algo de alquimista, capaz de someter a la materia a las transformaciones más increíbles, sin caer en el manierismo relamido. En su imaginario primaba el afán de experimentar, el coraje para afrontar riesgos y el más fino sentido de la ironía. Su espíritu anarquista le llevaba a abominar del academicismo, incluso de aquel que se atrincheraba en lo conceptual o había convertido la minimalización en una religión aburrida.

Harald Szeeman, el más mítico de los comisarios de arte, dijo que Polke es universal, revolucionario, delicado e implacable: «Pintor y al mismo tiempo detractor de museos y galerías; con igual expresividad pinta escenas religiosas e imágenes oníricas de la magia negra. Es todo lo contrario del típico alemán en su rebeldía y apasionamiento; al igual que todos los genios aúna experiencias universales: la elegancia del retratista inglés, los colores brillantes, la gracia y la pintura de género de los venecianos, la densidad y el carácter popular de los flamencos y el misterioso e inesperado claro-oscuro de las estampas orientales». Polke podía pintar tres calcetines o la valla espinosa del campo de concentración, apropiarse imágenes de Durero o Kandinsky o darle vueltas a los desastres guerra que obsesionaron a Goya. Su estética es uno de los ejemplos más intensos de nomadismo, de afán por dar cuenta del estado del mundo. Fotografió y filmó sin pausa en Pakistán, Brasil, París o Nueva York; no dejó de estar inquieto; abrió su mirada a lo inesperado. Con todo, no dejaba de retornar a lo reprimido: los demonios del nazismo. Si la narrativa pictórica de Polke es intrincada y sus cuadros son un prodigio de veladuras es porque la verdad del siglo XX es la cima de lo escabroso, la materialización de lo inhóspito. En una conversación titulada «La pintura es una ignominia», con Bice Curriger, para la revista «Parkett», este magistral pintor dijo que si el arte no conseguía que los presupuestos de Defensa fueran reduciéndose, la única tarea legítima sería fijar explosivos a los lienzos. La imaginación de Polke era explosiva y su impulso ético le llevó a no olvidar nunca lo peor; le hizo asumir el compromiso del arte con el desastre.

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