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Tailandia, en rojo y negro

Pornsawan tenía 24 años cuando fue abatido por el Ejército, en su pueblo —en una árida región de chamizos de madera— la rabia está a flor de piel

Un monje budista hace una ofrenda en el funeral del «camisa roja» Pornsawan Nakachai

“Toca el tambor antes de ir al campo de batalla”, repite atronadora en los altavoces la canción patriótica que despide a Pornsawan Nakachai, un “camisa roja” de 24 años que cayó abatido por los disparos del Ejército tailandés y cuyo funeral fue oficiado el fin de semana en el templo budista de su pueblo, Ban Nong Know, ubicado a 600 kilómetros de Bangkok en la provincia de Roi Et.

Como la mayoría de los manifestantes que tomaron el centro de la capital durante dos meses, hasta que los militares asaltaron su campamento el miércoles, Pornsawan era un campesino de Isan, el paupérrimo noreste de Tailandia donde viven de la agricultura el 40 por ciento de los 68 millones de habitantes del país. En esta árida región trufada de destartalados chamizos de madera, la tierra está tan cuarteada que las famélicas vacas, todo pellejo y huesos como las de la India, apenas encuentran hierbajos en los que pacer.

Mirando al cielo, los campesinos esperan las lluvias del monzón para plantar arroz, cuya única cosecha les da para malvivir seis meses, y la estación seca para cultivar caña de azúcar, que les reporta al año 40.000 bahts (1.000 euros). “Esto no es suficiente porque aquí necesitamos al mes unos 10.000 bahts (250 euros)”, explica apenada Chalong Patumsilp, la hermanastra de Pornsawan, quien tampoco le veía futuro a la agricultura en un mundo cada vez más globalizado y urbano.

Huyendo de la miseria, los hijos de los campesinos emigran a la gran ciudad para trabajar como camareros, taxistas, botones y albañiles. A las chicas no les queda más remedio que “hacer la calle” en Bangkok, Pattaya o Phuket, bailar en bikini en un bar del “soi” (callejón) Nana o meterse en un salón de masajes con final feliz.

Siguiendo este triste patrón, Pornsawan llevaba ya cinco años conduciendo una moto-taxi en la capital, donde ganaba al mes unos 9.000 bahts (220 euros). Una tercera parte de esa cantidad se la enviaba a la familia, que ha podido cambiar la madera de los muros de su casa por cemento gracias a los sobres que sus cuatro hijos mandan desde la ciudad.

En Bangkok, Pornsawan había conocido a su novia de 21 años, “Ple” Chantip Wangdee, otra emigrante de la provincia oriental de Sisaket empleada en un restaurante japonés. “No era un joven especialmente metido en política, pero se unió a las protestas para que hubiera más democracia y menos desigualdades”, explica la muchacha aferrándose a una foto que retrata como una estrella del pop oriental a su atractivo prometido, con el que estaba ahorrando para casarse y abrir un negocio.

Sus sueños se truncaron cuando dos balas, probablemente disparadas por un francotirador, se alojaron en su abdomen mientras se unía a la barricada de Bon Kai, que ha mantenido en jaque al Ejército y la Policía con sus continuos ataques con “cócteles Molotov” y bengalas explosivas.

“Yo tenía mucho miedo y le pedía que no fuera a luchar, pero él me decía que no le importaba morir por la democracia”, solloza “Ple”, quien se siente “sin fuerzas” por la segunda derrota de los “camisas rojas” pero ansía el momento de vengar la muerte de Pornsawan.

“El único que se ha preocupado por nosotros, los pobres, es Thaksin Shinawatra”, tercia la hermanastra para referirse al ex primer ministro depuesto en 2006 por un golpe de Estado militar, quien dirige desde el exilio las movilizaciones de los “camisas rojas”. “Thaksin puso en marcha proyectos para mejorar nuestra vida, como la atención sanitaria gratuita, y aquí construyó una carretera y un nuevo canal de riego, pero el nuevo Gobierno no ha hecho nada más que beneficiar a los ricos”, critica la mujer recogiendo el sentir general.

La rabia está a flor de piel en el multitudinario funeral del joven, que ha congregado a cientos de “camisas rojas” y a sus principales cabecillas locales. Ni siquiera el orondo Buda de la Felicidad que yace sentado bajo la pagoda de rojos tejados puntiagudos puede contener los llantos de la humilde familia. Uno a uno, los vecinos depositan sus ofrendas de flores y cerillas sobre el ataúd de Pornsawan antes de ser incinerado. Como manda la tradición, una estruendosa traca de petardos despide al joven mientras su familia lanza a la multitud monedas envueltas en papel dorado y plateado para que recen por él y vaya al cielo. Porque en la Tierra sólo conoció el infierno de Isan, la Tailandia oculta que no aparece en los folletos de las agencias de viajes.

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