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La diálisis fílmica del tailandés Weerasethakul

La diálisis fílmica del tailandés Weerasethakul

Para la proyección de la película del director francoargelino Rachid Bouchareb habían preparado medidas de seguridad especiales, lo que quiso decir que te manoseaban un poquito más que otros días antes de entrar. Su película, «Hors la loi», había sido acusada de antifrancesa, pues trata del proceso de independencia del país africano desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta 1962, el año de su liberación como colonia de Francia. Y la película arranca de la matanza de población civil en Sétif, donde más de mil argelinos fueron masacrados por el ejército francés, algo que no está entre los debates favoritos de las sobremesas parisinas.

Con el pecho inflamado, Bouchareb narra todo el proceso de liberación a través de la peripecia de tres hermanos y echa el resto en una puesta en escena lujosa y en un argumento trepidante, en el que, en efecto, los franceses quedan como chupa de dómine, pero los «libertadores» de la patria no quedan mucho mejor, pues los dibuja tan liberados de compasión como cuajados de fanatismo.

Y hoy también se proyectaba a competición una de las más esperadas del programa, la tailandesa (coproducida por España, Eddie Saeta) «Uncle Boonmee, quien puede recordar sus vidas pasadas», dirigida por Apichatpong Weerasethakul , quien en cambio no es fácil de recordar ni escribir sin mirarlo, un cineasta de gran culto y oración tras el paso de su cine anterior por este Festival y el de Venecia. Como en «Tropical Malady», aquí la floresta se merienda gran cantidad del pastel argumental, que mezcla el tránsito hacia la muerte con la transmigración de las almas y la reencarnación (aunque no es comedia, la aparición de algún fantasma y de un monstruo peludo con luces rojas en los ojos trajo alguna carcajada a la sala). Mediante un ritmo sudoroso, la diálisis fílmica y algunas imágenes de belleza hipnótica, Weerasethakul nos cuenta la diálisis renal de su personaje, Oncle Boonmee, y su progresiva comunión con el entorno al que pertenece, y sitúa su viaje hacia su transformación en un terreno en el que la vida y la muerte hablan tranquilamente, y la realidad y sus espejos, pero lo hace y resuelve de un modo naif, sin la precisión o la profundidad de Bergman, aunque sí con parecida ínfula. Hay momentos deslumbrantes, como el cuentecillo de la cascada y la princesa, o la misma escena de dos personajes cogiendo a mano limpia la tabla de un panal ante el mosqueo de las abejas, o ese viaje hacia el interior de la gruta. Otros sinceros pero intelectualmente cándidos, como el de la esponjosidad de las imágenes televisivas. Otros complejos, pero mal referenciados, como las imágenes que proceden de la videoinstalación «Primitive», un proyecto que al parecer encuadra al film. En fin, una obra que esta fácil de despreciar como de hinchar y desorbitar.

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