«Fin»
David Monteagudo. Acantilado (Madrid, 2009). 352 páginas. 19 euros

«Fin» es, lo afirmo de entrada, una gran novela. Me da igual que sea la primera de su autor o la décima, que Monteagudo trabaje en una fábrica de embalajes –como han resaltado unánimemente los medios- o sea consejero de Telefónica. Es una gran novela porque contiene una buena historia, unos personajes memorables y un ritmo perfecto.
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Vayamos por partes. El autor logra que los carácteres de los múltiples protagonistas sean nítidos y su cruce no cause confusión. Para conseguirlo utiliza en las primeras páginas subrayados que pueden parecer toscos pero, a la postre, se revelan irremediables. La jerarquía de los personajes está sabiamente trazada y su sucesivo protagonismo fluye sin rupturas, lo que no resulta en absoluto fácil. Además la progresión de la trama es perfecta: conforme avanzaban las páginas sentía miedo ante la madeja que estaba tejiendo Monteagudo , ante los nudos irresolubles que ataba y la dificultad de un desenlace coherente. Sentía la cercanía de un regate tosco, de una ruptura de la lógica similar a la decidida por Houellebecq en «Las partículas elementales» o Little en «Las benévolas». Sin embargo mantiene el tipo gracias a un sorprendente control de su escritura, y a una considerable conciencia de su propio embrollo, y cierra los enigmas con ligereza, precisión y una sorprendente modulación del punto de vista. Sí, modulación, no ruptura, porque utiliza un narrador complejo, que lo mismo describe el espacio con rigor benetiano que se aproxima a los recovecos más ocultos de la conciencia de sus protagonistas. Una voz cuyos saltos no causan extrañeza sino fascinación y curiosidad. Esa habilidad para el salto, para la transición entre esquemas muy distintos, también la aplica a los radicales cambios de una historia que parece en sus primeras páginas nacida en aquella época –todavía vigente aunque con vigor atenuado- en la que Gopegui, Gándara o Millás abordaban las vidas de cuarentones atormentados por su irremediable fracaso. Pero desde las primeras páginas introduce la inquietud, representada por un personaje ausente cuya venganza pende sobre la reunión, sobre ese tópico y transformador reencuentro sobre el que vertebra la obra. Lentamente el lector descubre que «Fin» no es la típica novela de «crisis existencial».
Buenos paralelismos
Los paralelismos con
Volvamos al desenlace, uno de las apuestas más arriesgadas de «Fin». Creo que su ambigüedad es perfecta y su ocultación –similar a la utilizada por McCarthy- puede calificarse como cómoda pero a la vez resulta coherente y casi necesaria. El desvelamiento deslizaría a la novela hacia el terreno del delirio, hacia una pérdida de verosimilitud que lastraría sus indiscutibles aciertos.
Pero tal vez el mayor acierto de Monteagudo sea su prosa. Es limpia y bella a un tiempo, capaz de describir con precisión y belleza la irrupción de la naturaleza –o más bien de lo salvaje- en ámbitos urbanos y, sobre todo, de construir escenas llenas de movimiento, en las que el lector puede visualizar con inaudita nitidez a los personajes y su desasosegante entorno.
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