Lunes , 29-03-10
«En el nombre de rosa está la rosa»
(J. L. Borges)
LA gran aportación del zapaterismo a la política consiste en la corporeización de la nada. El método operativo es el siguiente: se toma un pedazo de nada, se reviste de elocuencia con un discurso altisonante articulado en torno a un par de tautologías de manual o de mantras genéricos del tipo «igualdad», «paz» o «sostenibilidad», y luego se levanta con él una arquitectura retórica forrada de propaganda para dar soporte a estructuras administrativas huecas, que van desde una comisión a un Ministerio. Se trata de una aplicación extrema de los principios de marcos conceptuales de George Lakoff, llevados al paroxismo mediante su conversión en estrategia unívoca; lo que para Lakoff constituye un ardid táctico sobre el que soportar una acción determinada de gobierno se convierte, en las manos de Zapatero, en el objetivo mismo de una gobernanza de estricta índole nominalista. Su programa consiste en una verbalización y una iconografía: gestos, imágenes, símbolos, frases. Ideas liofilizadas en envoltorios superfluos. Si fuese gastronomía sería buñuelo de viento, soufflé de humo, deconstrucción nitrogenada. Si fuese pintura estaríamos ante la nada de colores.
Cuando el presidente anunció una comisión para negociar pactos de Estado contra la crisis, el objetivo no era la crisis ni siquiera el pacto, sino la comisión propiamente dicha. Una agenda en blanco con un rótulo en portada. Fotos de gente reunida, un debate de apariencias concebido en la estructura bidimensional de las imágenes. Para ello el ministro Blanco, convertido de nuevo en director del aparato de agit-prop gubernamental, dispuso de inmediato el elemento primordial de toda superestructura: una escenografía, un nombre y una imagen de marca. Un viejo palacete en desuso de la calle Zurbano, antiguo hogar de la reina Fabiola, se convirtió en la clave de bóveda de la operación, que inmediatamente pasó a denominarse «comisión Zurbano». Y en la primera reunión los asistentes comparecieron ante el fondo de un flamante photocall con el contorno de la fachada del inmueble dibujado a modo de pictograma como una esencia de la abstracción. Ya no hacía falta más: un cartel y un logotipo sustituyen a un mensaje y a un proyecto.
El resultado práctico de toda esa parafernalia es, naturalmente, un trozo de nada, un documento sin sustancia repudiado en bloque por la oposición. Pero al Gobierno le da igual; ha tenido durante varias semanas su escenario convencional, su debate nominal, su cartelería específica y su ruido mediático. Ha logrado que la palabra «pacto» domine la atmósfera política como un mantra categórico. Ha creado la portada de un relato y le ha puesto firma. El argumento es indiferente; hace tiempo que, a diferencia de sus adversarios, los zapateristas saben que en la sociedad contemporánea sólo cuentan los enunciados.

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