Cuando el hijo pródigo es el otro
FEDERICO MARÍN BELLÓN
Autor de películas fabulosas, como «En el nombre del padre» y «The boxer», el irlandés Jim Sheridan construye un drama sutilmente antibelicista (como si fuera posible estar a favor de la guerra, que lo es), en el que primero ensalza al héroe para después desnudar sus miserias sin caer nunca en el panfleto a dos tintas. Su hombre en el frente es el arácnido Tobey Maguire, que intenta despojarse de su fama de blandito con un paso por el endocrino de los que a otros les garantiza el Oscar.
Sheridan pisa lo justo el frente de batalla para concentrarse en el infierno interior, el sentimiento de culpa y el crimen sin castigo, mientras reflexiona sobre el envío a granel de muchachos, en los mejores años de nuestra vida, al lugar donde se forjan los héroes, pero también no pocos psicópatas. El tema es recurrente en el cine americano, aunque en este caso la idea provenga de la película homónima de la danesa Susanne Bier. No menos interesante es la revisión de la parábola del hijo pródigo, con ayuda de un padre (el excelente actor y escritor Sam Shepard) que antepone las enseñanzas del Ejército a las del Nuevo Testamento, y de un hijo, Jake Gyllenhaal, paladín de la escuela del actor atormentado.
El talón de Aquiles de la película es su forma de resolver algún conflicto por la vía fácil. El destino de la cinta de vídeo, por ejemplo, (y hasta ahí se puede leer) podría haber llevado al protagonista a situaciones de una complejidad más apetitosa. Tampoco Natalie Portman, tan hermosa como fría, termina de implicarse, lo que suple la hija mayor, una miniactriz algo feíta para la ensalada de genes recibida pero un portento cuando la situación lo requiere.
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