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Cine sin muñecos

FUERA de la niñez propia, la de los hijos o la de los nietos, el gusto por el cine de muñecos es un síntoma de infantilización del público, creciente tendencia de inmadurez que la industria cultiva a través de la sofisticada fascinación tecnológica. Por eso constituye un reconfortante alivio que los Oscar, aunque no sean la quintaesencia de la crítica intelectual, hayan preterido este año el despliegue efectista, millonario y tramposete de Avatar en beneficio de películas clásicas, realizadas para espectadores adultos, construidas sobre guiones sólidos y transparentes e interpretadas por actores de carne, hueso y alma. Cine puro, de sentimientos y conflictos humanos, sin futurismos evanescentes ni falacias extraterrestres de maniqueas realidades virtuales. Cine de personas, de gente real que sufre o triunfa, que se enamora o muere -a veces las dos cosas-, que late con el pulso heterogéneo, ambiguo y a menudo turbio y doloroso de la vida.

Yo al menos celebro este fracaso relativo de Avatar, cuyo argumento simplón y panecologista parece escrito por los condiscípulos del jardín de infancia de los nietos de Al Gore, y cuyo atractivo esencial consiste en colocarse unas gafotas para asistir a un colorista y carísimo espectáculo de trucos diseñados por la informática. Celebro el éxito de esa película dura y crítica sobre la tragedia bélica de Irak, En tierra hostil, pura adrenalina, y celebro sobre todo el reconocimiento de Hollywood hacia esa obra maestra, tan literaria, tan clásica, tan conmovedora, tan desnuda, tan medida, tan dulcemente apasionada que se llama El secreto de sus ojos, en la que Juan José Campanella ha vuelto a demostrar que el cine de toda la vida puede seguir encandilando con la sencillez de una historia bien contada y unos intérpretes capaces de agarrar al espectador por las solapas y llevárselo de paseo por las calles del amor y de la muerte, de la amistad y del dolor, del humor y del drama, y devolverlo a la butaca para que cuando se enciendan las luces se quede con el sabor agridulce de la satisfacción que producen las cosas bien hechas y del lamento por lo poco que duran. Ese cine de emociones profundamente humanas, la del peligro, la de la guerra, la del desamor, la de la zozobra, expresado en las miradas y las voces y los gestos de actrices y actores que reviven el viejo milagro del artificio de la interpretación, que encarnan personajes creíbles y cercanos a través de un arte de fingimiento tan antiguo como la propia cultura.

Cine sin muñecos, sin monstruos, sin efectos de pirotecnia visual, sin criaturas extrañas y azules, planas de alma y de sentimientos; cine sin más subterfugio que el de la creatividad y el talento, sin otro embeleco que el de la propuesta de una ficción de ternura, de brutalidad, de tensión y de belleza. Cine en verdaderas tres dimensiones: las de las personas con toda su grandeza, sus limitaciones y su complejidad.

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