Con cien cañones por banda

Ya quedan pocas, poquísimas dudas. Lord Byron («Del negro abismo de la mar profunda / sobre las pardas olas turbulentas, / son nuestros pensamientos como él, grandes; / es nuestro corazón libre, cual ellas») y Espronceda («Que es mi barco mi tesoro, / que es mi dios la libertad, /
mi ley, la fuerza y el viento, / mi única patria, la mar») se pasaron. Quizá vieron libertad donde sobre todo hubo libertinaje, quizá vieron rebeldía donde sólo latía el ansia de reales de a ocho y doblones españoles, y la botella de ron, la botella de ron.
En nuestra imaginación
Aretes en las orejas, patas de palo, tibias calaveras, loros, barbas, garfios, barlovento por aquí, barlovento por allá, miradas encendidas e incendiadas, cofres e islas del tesoro, toda una vida al abordaje, los piratas (corsarios, bucaneros, filibusteros, raqueros, pechelingues, llámeselos como se quiera, aunque haya matices) han surcado nuestra imaginación del uno al otro confín, viento en popa a toda vela por los mares de la memoria colectiva, rescatados por escritores de pro, por películas de éxito, pero su historia es también un cuaderno de bitácora escrito con sangre: robos, torturas infernales, violaciones masivas, asesinatos, vejaciones sin cuento.
Sus nombres, Henry Morgan, Henry Avery, William Kidd, Barbanegra, Mary Read, Anne Bonny, Bellamy, Bonnett, Vane, resuenan al sotavento de los recuerdos, izan la bandera negra en el corazón, mientras la luna en el mar riela y en la lona gime el viento de su historia de arcabuzazos, pistolones, dagas y puñales.
Historia de unos hombres nacidos y crecidos en la miseria, que sólo encontraron en la Mar Océana el horizonte de su existencia. Historia a la que nos acerca «La vida de los piratas. Contada por ellos mismos, por sus víctimas y por sus perseguidores» (Ed.Crítica), un libro que se lee con todo el velamen desplegado, y que está basado, tal y como se lee en la introducción, en «testimonios de primera mano, ofrecidos por bucaneros y piratas de la Edad Dorada de la Piratería (1680-1720). Algunos contienen detalles que, de no haberse podido verificar en los diarios oficiales de a bordo o en las cartas de los gobernadores, así como en actas de juicios, apenas resultarían creíbles».
Pelillos a la mar
Eran tipos duros, muy duros, tipos que sabían, como decía Barbanegra, que «nuestra vida es corta, pero feliz». Tan corta que podía acabar en el Muelle de las Ejecuciones en el Támesis londinense, con la cabeza colgando del bauprés de proa de una balandra del gobierno, como le sucedió al mismísimo Barbanegra, o abandonado a su suerte en una isla remota.
Una vida tan feliz, que consumían a toda vela, atiborrados de ponche, de sexo pagado con doblones españoles, sabedores de que la unión hacía la fuerza, de que la lealtad al compañero era el único contrato por el que valía la pena morir, sabedores de que sus barcos barloventeaban democráticamente, que el botín se repartía a partes iguales, que sus mutilaciones serían recompensadas por los reales de sus compañeros, pero conscientes de que ni aun el capitán de la tropa bucanera estaba nunca a salvo de la voluntad, o los caprichos, de su tripulación.
Ésa era su vida, una vida que hoy es leyenda.
ºYo tenía un camarada. Cada bucanero tenía un compañero con quien lo compartía todo, y a quien se traspasarían sus propiedades en caso de fallecimiento. En muchos casos, esta asociación era vitalicia. La estima hacia el camarada solía ser el único sentimiento de ternura de un bucanero.
El verdadero Robinson Crusoe. Alexander Selkirk fue el modelo real a partir del cual Daniel Defoe construyó su Robinson. Tras una discusión con su capitán, Selkirk pidió que lo dejasen en tierra en una isla del archipiélago de Juan Fernández (Chile). Estuvo allí, en solitario, durante cuatro años y cuatro meses. «Al principio, cuando subió a bordo, había olvidado el lenguaje por falta de uso, parecía pronunciar tan sólo la mitad de las palabras».
Plan de pensiones. Los piratas eran indemnizados cuando sufrían «accidentes laborales». Por la pérdida del brazo derecho, recibían 600 reales de a ocho, o seis esclavos; por un brazo izquierdo, 500 piezas de a ocho o cinco esclavos; por una pierna derecha, 500 reales o cinco esclavos; por una pierna izquierda, 400 reales o cuatro esclavos; por un ojo, 100 reales o un esclavo.
Ahí te quedas. Abandonar a su suerte: «Dejar en una isla desierta a un marinero con el pretexto de que ha cometido un delito grave». Fue una de las prácticas más efectivas, entre los piratas, con las que ejercer el castigo o la venganza. El abandono era tan simple como terrible. Se escogía una isla remota y se llevaba al condenado en un bote de remos desde el barco hasta la playa. Allí se le tiraba sobre la arena. Se le dejaba en tierra con una pistola, media docena de balas, unos pellizcos de pólvora y una botella da agua.
El cocido pirata. Uno de los platos clásicos era el salmagundi. Consistía en una ropa vieja, un estofado sustancioso en el que había lugar para casi todo. Cualquier tipo de carne -buey, cerdo, cordero, pollo, cabrito, aves marinas, patos o tortugas- podía cortarse en pedazos y ser marinada en un vino especiado.
Cirugía nada plástica. «...debía amputarse la pierna de Taylor, pero hubo disputa sobre quién debía realizar la operación. Al final escogieron al carpintero, tras lo cual éste tomó la sierra más grande que tenía y, sujetando el miembro bajo su brazo, se puso manos a la obra y lo separó del cuerpo en tan poco tiempo como el que podría haber necesitado para cortar en dos una tabla de pino. Luego calentó su hacha al rojo vivo y cauterizó la herida» (Capitán Johnson).
Siempre al loro. Era habitual entre los piratas recoger animales exóticos. Los loros eran muy populares: vistosos, podían hablar y en Londres se vendían bien. Y además eran mucho más limpios que los monos.
Corsarios, bucaneros y filibusteros surcaron nuestra imaginación del uno al otro confín
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