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ABC Cultural

El héroe toma aire

Sí, nos pasa a todos. Es otear en el horizonte un nuevo trabajo del maestro e inmediatamente sentir el erizo en la piel. Un presente, un deseo soñado, una nueva ilusión en la vida. La peor película de Eastwood es la mejor del resto de los directores, así que siempre emociona pisar la sala donde se proyecta, una entrada en el mayor de los altares adonde hay que llegar con total reverencia. Con la llegada de «Invictus» se anuncia además la presencia de su alter ego, Morgan Freeman, garantía de solvencia, un tipo respetado. Así que con estos parámetros nada de lo que vamos a ver defrauda.

Empero, no verán al mejor Clint, sino a un cineasta emocionado por el personaje que describe, un Mandela heroico, épico, sin tacha, demasiado limpio, demasiado bueno. Es como si a los 80 el maestro hubiera reblandecido la vara. No hay nubes, ni tormentas, ni sombras, sólo buena voluntad de todos, una proyección despejada de una Suráfrica donde nunca todo fue tan excelente como lo pinta Clint.

La idea —la meta que se propuso Mandela de unir a blancos y negros por medio del rugby, pasión allá abajo— es la clave de este trabajo, meritorio en su ejecución, pero excesivamente idealista en su planteamiento. Ni una barrera, ni una traba, pasando del «pues debió haberse armado cuando decidió decorar su salón con mi amigo» al permanente «soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma», que es un deseo legítimo pero irreal.

Y aun así, el trazo del maestro es siempre firme, sobre todo en los lances complejos. Allí donde el resto ha fallado, en el rodaje de cualquier deporte, él triunfa con rotundidad porque describe como nadie todos los estados de ánimo con pulso seguro, justo donde se mueve con ligereza: en la sensación de fracaso, en el esfuerzo descomunal, en el sacrificio e incluso en el silencio quedo del héroe caído, presto siempre a levantarse apoyado en el hombro del líder. Y rueda con realismo pases atrás, placajes enormes, rudos, sin límites, para desembocar en una «haka» que da principio al escenario donde Clint es maestro: la épica soterrada. Porque es épico William Munny entrando en el salón, o Sean Penn frenado por la autoridad ante la visión de su hija destrozada, y épica es la inyección letal en la caída final de Hillary Swank. A eso, y como siempre a la grandísima labor de Freeman, se agarra Clint para entrar en su carril habitual: el de la destreza en los sentimientos, en los rostros mudos llenos de miradas cómplices. En suma, el Clint de casi siempre: algo más corto, pero siempre majestuoso y digno. El ídolo de toda una vida.

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