Películas
SERÍA una lástima que la espléndida réplica de Juan Marsé al productor cinematográfico Andrés Vicente Gómez, en «El País» del pasado jueves, se relegase al olvido en menos de una semana, como sucede con la mayoría de las columnas de la prensa diaria, porque, además de una diatriba de primer orden, constituye un alegato moral impresionante contra la estupidez y la mala fe que imperan en la esfera más subvencionada de la cultura española. Marsé ha arremetido contra una película -El cónsul de Sodoma- no solamente fallida, sino detestable desde su mismo planteamiento, y lo ha hecho, no tanto en su propia defensa (que también), como en la de un amigo muerto y, por tanto, inerme ante la manipulación de su memoria.
Apenas traté a Jaime Gil de Biedma y no creo que, de haberlo frecuentado más, hubiera llegado a fraguar entre nosotros una verdadera amistad, pero siempre lo consideré un maestro fundamental, como lo fue para varios poetas de mi generación a los que estuvo más cercano (desde Álex Susanna a Fernando Ortiz, pasando por Luis García Montero). De Gil de Biedma admiré siempre el rigor lingüístico y la claridad de expresión, que, en su caso, eran el fruto de un sostenido esfuerzo por hallar la palabra necesaria y la forma adecuada a cada asunto. Su obra poética es breve, pero detrás de cada verso hay un ingente trabajo teórico y un diálogo continuo con la tradición, no sólo con la de la propia lengua. Creo sinceramente que fue el mejor poeta español de la segunda mitad del siglo pasado y, además, la cumbre del pensamiento poético en todo el mundo hispánico. En una época dominada por las supersticiones formalistas, se empeñó en pensar sobre la poesía al margen de las modas universitarias; más en concreto, de un estructuralismo oligárquico cuyo contrapunto fue un lenguaje pretendidamente oracular que se apoderó incluso del discurso de algunos de los mejores poetas de aquel tiempo -por ejemplo, Octavio Paz- y que ahora campa a sus anchas en los medios literarios de nuestro país. Si la poesía española ganó desde los años cincuenta unos nuevos públicos que ahora ha empezado otra vez a perder, lo debió, sobre todo, a Jaime Gil de Biedma y a su buen sentido, que no es el más común entre los poetas.
Lo demás, la homosexualidad de Gil de Biedma, sus devaneos y verduras de las eras, son, como ha recordado Marsé, lo que menos importa de la cuestión, y por eso resulta indignante que se hayan convertido en pretexto para una «burda caricatura», según palabras del novelista. Pero así las gasta el cine protegido, capaz de laminar cualquier excelencia, saqueando lo más morboso de la intimidad en aras de la corrección política, el maniqueísmo y la nivelación a ras de suelo. Que Jaime Gil de Biedma estuvo muy lejos de ser un militante gay es cosa archisabida, y no por presión de las circunstancias políticas, sino por sentido de la discreción, pudor y elegancia, todo eso que antes se llamaba decoro. Y en cuanto a las pésimas relaciones con su padre y su familia «burguesa», basta ojear la dedicatoria de sus diarios para deshacer semejante especie. De todos modos, supone un consuelo comprobar que no todas nuestras devociones juveniles eran injustificables y que Juan Marsé, al que no me he privado de rendir homenaje en otras ocasiones desde este rincón dominical, sabe derrochar valentía cuando está en juego la causa de «la verdad y la belleza» (es una cita textual). Eso es lo admirable, por lo poco que abunda: la coincidencia en la misma persona de un gran escritor y de un tipo decente. Y de lo otro, como decía mi abuela castellana, allá películas.
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