Escapatoria
EN el último número de Letras Libres, la revista trasatlántica que dirige Enrique Krauze, otro Enrique, Vila-Matas -un novelista extraordinario, por cierto-, remata un artículo sobre la obra de Juan Antonio Masoliver Ródenas con una frase que se me antoja cuestionable (aunque no niego que, como a todo lo de Vila-Matas, le sobre ingenio): «La única forma de escapar de Cataluña es vivir en Cataluña».
En rigor, esta proposición con pretensiones de axioma ya fue convertida en novela, hace treinta años, por Manuel Vázquez Montalbán. En Los mares del sur, como se recordará, un constructor barcelonés obsesionado con la pintura de Gauguin huye a una barriada del extrarradio para vivir su particular aventura polinesia. Era una historia asimismo ingeniosa, que venía a llover sobre un género previamente muy regado cuya topografía describió Félix de Azúa en 1998: el de las «novelas barcelonesas». Es decir, no el de las novelas cuya acción transcurre en Barcelona, sino aquéllas donde la ciudad se convierte en una suerte de protagonista tácito. Azúa situaba su origen en dos novelas de los años de la Segunda República: Vida privada, de Josep María de Sagarra (1932), y Camins de França, de Joan Puig i Ferrater (1934). Dicho género incluiría la mayor parte de las novelas de Merc_ Rodoreda, Juan Marsé y Eduardo Mendoza, amén de alguna del propio Azúa, entre las de otros escritores menos divulgados. No menciona la antes citada de Vázquez Montalbán, y es raro, porque, desde su mismo título, aludía ésta a la división del universo social urbano en una oposición dinámica norte/sur (la Barcelona «alta» y la «baja», en la terminología de Azúa) que determinaría la estructura arquetípica del conflicto novelesco.
No sorprende que el género naciera en dos fechas decisivas de la historia del catalanismo, la de la consecución del primer Estatuto de Autonomía y la del primer intento insurreccional de sobrepasarlo, que terminó con la derrota militar de la Generalitat en octubre de 1934 (un género artístico tiene siempre un nacimiento doble: el de la obra original, que materializa la ruptura con la tradición, y el de la primera obra epigonal, que establece la nueva convención). Según Azúa, la ausencia o la extrema fragilidad de un poder político catalán dotaba a las novelas barcelonesas de un carácter «sumamente melancólico» que las distinguía de las parisinas o las madrileñas, porque en ellas «no hay nunca vencedores ni vencidos, ni de uno ni de otro bando» y producen, en consecuencia, «una notable sensación de que la lucha es inútil y que el juego social se reduce a una inmensa mentira ya que ni siquiera es posible alzarse con el poder y la gloria». Por eso, afirmaba Azúa, el modelo se agotó al consolidarse, durante los años ochenta, el entramado institucional autonómico. El análisis me parece acertadísimo y explica por qué, hasta ese momento, vivir en Barcelona era la mejor forma de escapar de Cataluña, de Madrid, o incluso de Bilbao, que fue hasta entonces un apéndice político de la capital del reino. Como escribió Hannah Arendt, cuando la sociedad se limitaba a unas determinadas capas de la población, el individuo podía sobrevivir a sus presiones camuflándose en una no-sociedad a la que podía escaparse, y algo parecido a esto representó la Barcelona del franquismo y la primera Transición, antes de que el catalanismo la estructurase de arriba abajo, e hiciera imposible escapar de Cataluña viviendo en Cataluña, e incluso escapar de Catalunya viviendo en Cataluña, nombre que ya ha desaparecido hasta de los mapas y señales de tráfico.
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