Palinodia del morbo
«Ya no me encontraron. / ¿No me encontraron? / No. No me encontraron./ Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba...»
(F. G. L.)
NO, no hace falta que nadie pida perdón. No es necesario que Garzón se excuse por su soberbio narcisismo de metomentodo oportunista, ni que Gibson escriba la fe de erratas de su arrogante certeza refutada, ni que los levantatumbas de la memoria histórica se envainen su enconada pesquisa baldía, ni que los científicos del geo-radar entonen la palinodia de su ciencia inexacta, ni que las autoridades andaluzas devuelvan los sesenta mil euros gastados en remover un erial subterráneo. No es preciso que los arúspices del rencor retroactivo pidan disculpas a nadie por el solemne patinazo de su fúnebre intentona, ni que los petulantes expertos desmentidos expresen siquiera su desazón ante el monumental fracaso de esta ceremonia macabra. Basta con el silencio. Con el humilde, sepulcral silencio de colosal gatillazo, de un ridículo histórico.
La decepción desazonada de los burlados cazafantasmas lorquianos, frustrados por la evidencia del fiasco de Alfacar, es un acto tardío pero imprescindible de justicia poética. Querían un ritual lóbrego de odios desenterrados, una liturgia de huesos revueltos, un aquelarre tenebroso de calaveras zarandeadas y restos cenicientos, y se han encontrado un triste agujero de tierra yerma que sólo era la sepultura de unas cuantas latas y del tapón zarrapastroso de una litrona. El espectro de Federico ha huido torrente arriba como la sexta luna de sus sueños, escapando hacia donde nadie manosee su tragedia, hacia donde nadie perturbe su prematuro descanso ni agite el espantajo de su osamenta fusilada en la pista de un tétrico circo de discordias.
Que vayan ahora a perseguirlo por las abruptas colinas de la memoria. Que agujereen la tierra, los olivos, los barrancos, los valles, que horaden el paisaje en busca de la huella inaprensible de una leyenda. Que sigan reabriendo cicatrices de sangre seca para que no se cierre nunca la herida moral de la barbarie. Que no tuerzan su brazo vindicativo de culpas antiguas, que no aflojen su esfuerzo estéril de tántalos de cuneta. Que revuelvan genistas, jaramagos y espigas. Que no decaiga su frenesí de azadones. Tienen todo el tiempo del mundo para no reconocer en modo alguno que se han equivocado. Que ya no vale la pena perseguir la sombra escapadiza del crimen y que lo que buscan no es un acto de piedad ni de rescate ni de justicia sino un estúpido, enfermizo, obsesivo delirio de morbo y truculencias. Y que Lorca no está muerto «entre en un montón de perros apagados» ni entre un cúmulo destripado de terrones sino vivo por siempre en una espiritual eternidad de versos.
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