«Avatar» muestra sus colmillos

Ya se va levantando el telón y desplegando la alfombra (no roja sino más bien azul pitufo) para dar la bienvenida este viernes a una de las películas más esperadas de los últimos años, o lustros. Tanto estábamos esperando, o casi desesperando, este nuevo prodigio de James Cameron que muchos pensaban que era un macguffin gigantesco o una leyenda urbana internauta. Pero no. «Avatar» es real. Muy real. Concretamente, mil terabytes de almacenamiento digital para todo el entramado que contienen sus dos horas y media largas de metraje. Por si a alguien le deja frío el dato (nada de extrañar), completémoslo diciendo que «Titanic» «cabía» en un par de terabytes de marras. Y es que, para empresa titánica, ésta. Los datos que rodean la gestación del «Ciudadano Kane del 3D» (como la han llamado, o la llamarán en breve, algunos) son de por sí mareantes y oceánicos. Siete años para crear el Sistema de Fusión de Cámaras para que no se cortara la mayonesa tridimensional, dieciocho meses para desarrollar el «eje» de la captura de la intepretación de los actores, 250 millones de dólares de presupuesto estimado...
Aunque, al margen de este baile de cifras, Cameron lo tuvo claro: «Lo importante era crear una aventura corriente en un ambiente poco corriente». Y, por descontado, con personajes peculiares. Es curioso establecer paralelismo entre «Avatar» y nuestra «Planet 51»: ambas versan sobre un enviado terrícola a una luna o planeta digamos que exótico donde él es el extraterrestre y bicho raro. Con una salvedad: aquí el terrícola (un marine paralítico llamado Jake Sully) tiene la misma planta y apariencia que los «marcianos» (concretamente, una raza de bigardos galácticos de tres metros de alzada de la luna Pandora llamados Na´Vi). ¿Cómo? Gracias al desarrollo del Programa Avatar, gentileza del cerebrito de la doctora Grace Augustine (Sigourney Weaver, que siempre queda bien en estos berenjenales alienígenas), que permite a los humanos meterse en el cuerpo de unos Na´Vi genéticamente gemelos. Así, Jake se infiltra en Pandora en son de paz, aunque pronto será manejado por las huestes del Coronel Miles Quaritch (aquí Stephen Lang, aquí unos esteroides), quien sueña con dejar el riquísimo y muy geomístico territorio Na´Vi (sobre todo su Árbol de las Almas, más bonito que un San Luis) como el Viejo Oeste tras la fiebre del oro. Que, aunque estemos en el año 2154, la especulación inmobiliaria y minera no ha cambiado. Sin embargo, todo cambia cuando Jake se enamora de Neytiri (Zoe Saldana), su tutora para ser el perfecto guerrero Omaticaya.
Con coraza de cine de ciencia-ficción bélico con buenos y malos marcados con rotring de punto gordo, «Avatar» tiene ese espíritu humanista y ecologista que la mismísima nave Enterprise lleva abanderando durante casi medio siglo. Así, no es de extrañar que Cameron exprimiera su imaginación para crear un edén y un bestiario que podrían considerarse como los quintos protagonistas centrales del filme. Por un lado, bellísimas flores que se repliegan como los abanicos de Locomía, montañas levitando que dejarían en paños menores a las Casas Colgantes de Cuenca, tallos de neón, espíritus sagrados con forma de delicado polen... Y, por otro, rinocerontes con cuerno en forma de martillo pilón, superdinosaurios «capaces de comerse a un T-Rex y a un alien de postre» (Cameron dixit), dragones cual potrillos desbocados...
Todo esto y más (no mucho, pero suficiente para atraer a la chiquillería y muchachada) son las raíces, la azotea y el solomillo de una película que pone de nuevo en el mapa al «rey del mundo» Cameron. Y ojo porque anuncia trilogía si la cosa funciona. Si no, siempre podría hacer «Aquaman», como en «El séquito». De azul a azul y tiro porque me toca.
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