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No es Jauja, es Jaén

Amadu Baole no pone cara de tipo duro cuando se le pregunta. Combate la desolación con media sonrisa. Parece un chico tranquilo, levemente alegre, que utiliza su estado de ánimo a modo de parapeto. Sin esta coraza quedaría a merced de una tristeza que se ha hecho fuerte en la explanada del albergue de inmigrantes de Jaén, donde comparte su suerte de paria con centenares de jóvenes magrebíes y subsaharianos.

Este sin papeles de Guinea Bissau ha recalado en la capital jiennense para lograr un imposible: encontrar trabajo en la campaña de recolección de la aceituna. Aunque no ha conseguido tajo, lo lleva bien. Cuestión de carácter. Para hombres como él cada día que empieza es uno de enero, esa fecha a partir de la cual uno espera que la vida le bese. Por lo general, ni siquiera le palmea la espalda, pero eso no impide soñar con un futuro de días luminosos. Amadu no se arrepiente de haber abandonado su tierra. La pobreza, aquí un drama, adquiere en su continente de origen rango de tragedia. Dice que para sobrevivir en su país basta con disponer de un euro al día. Como no lo tenía, decidió probar fortuna en España.

Jaén es tan sólo una meta volante en el doloroso peregrinar de Amadu y en el de los miles de inmigrantes que en temporada alta agrícola visitan como pájaros, en bandada, el campo español. Y que, como pájaros, evitan ponerse a tiro. Gran parte de los temporeros foráneos reside de forma ilegal, así que ha aprendido a caminar silenciosamente, a hacerse casi invisibles, a evitar el contacto directo con el hombre blanco.

Un gueto

En la capital jiennense prefieren concentrarse ante el albergue, del que son desalojados, como ganado, tras el desayuno y al que tienen prohibido acceder hasta la hora del almuerzo. La mayoría no se aleja demasiado de este centro, cuya explanada oficia de patio gigantesco. En enormes tendederos improvisados los jornaleros sin jornal tienden al sol de invierno la ropa recién lavada. A media mañana, la gran superficie está jalonada de fogatas apagadas. Ante las pocas encendidas se concentra un puñado de hombres que beben cerveza.

Como en todo buen gueto, la limpieza alcanza allí categoría de enemiga pública. Rescoldos, botellas, mantas e incluso cajas de medicamentos comparten espacio con galletas, pan, cáscaras de plátano y latas. Un asco que, en breve, dejará atrás Amadu. Tras comprobar que en la última semana sólo cuatro inmigrantes del albergue han sido contratados entiende que no hay nada que hacer. Ni allí ni en ninguna parte. Sin permiso de residencia no hay posibilidad de lograr un jornal decente. Hasta hace un par de años algunos agricultores, desesperados por la falta de mano de obra, se arriesgaban con los ilegales. Ahora sólo lo hacen para aprovecharse. Lo sabe bien un joven de Senegal que comparte drama y amistad con Amadu. Ha llegado a Jaén desde Roquetas tras trabajar para el propietario de un invernadero que, dice, le dejó a pagar varios meses.

No les falta techo

El porvenir es tan incierto que los inmigrantes optan por quedarse en Jaén, donde la red municipal de centros de acogida les proporciona alimento y cama durante semanas, a aventurarse en territorios con menos infraestructura solidaria. Hay temporeros que saltan de albergue en albergue para probar fortuna. No tienen éxito, pero al menos no les falta techo.

Algunos recurren a la mendicidad. En las calles abundan más que nunca las manos extendidas. Una escena refleja a un africano que pide en una acera del Paseo de la Estación mientras en la otra una chica implora unas monedas. Pasa a su lado, sin mirarla, un joven que luce un pañuelo palestino. La mujer que le solicita ayuda es de Rumanía, pero tanto le daría ser de Ramala.

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