El mantra sostenible
NINGUNA economía puede ser sostenible con un déficit del ocho por ciento y el disparatado despilfarro de las autonomías españolas. Sin una reducción tajante, efectiva y sincera del gasto público la sostenibilidad seguirá resultando un brindis al sol, un mantra superficial, una genérica percha conceptual de la que colgar pequeñas medidas más o menos provechosas. Pero lo que hace inviable la recuperación, lo que vuelve insostenible nuestro marco económico es la voracidad dispendiosa de una enorme estructura administrativa cuyo peso intacto arrastra la productividad al fondo de un abismo de ineficacia.
La sostenibilidad es el nuevo marco retórico del zapaterismo, un polivalente concepto de amplio espectro a cuyo conjuro irreprochable se pueden invocar infinidad de diseños políticos de corte posmoderno. El epígrafe sostenible justifica por su amplitud cualquier intervención u ocurrencia del poder, dotándola de un barniz de corrección política con la eficacia mágica de un abracadabra. Sostenible puede ser un incentivo fiscal o una subida de impuestos de combustibles; en nombre de la nueva invocación lo mismo nos pueden prohibir el tabaco que restringir la velocidad o bajar el aire acondicionado. La ambigua connotación ecologista del término lo reviste de un ropaje trendy y actual con el que puede cubrirse desde una razonable simplificación de trámites burocráticos hasta una ramplona deducción de alquileres.
Lo único que no puede disfrazarse de sostenible es aquello que tiende a caerse por su propio peso. Y esto es lo que le ocurre a una economía lastrada por su gigantesco derroche público. La flamante ley-omnibus gubernamental contiene medidas tan provechosas como minimalistas, cuyo impulso se antoja escaso para levantar el fardo de un sistema productivo anquilosado en el gasto y la burocracia. Como alternativa al modelo vigente resulta de una liviandad presuntuosa; una por una casi todas sus propuestas parecen sensatas, pero en conjunto su hálito reformista tiene poco vuelo y tenue enjundia. Y la aureola propagandística que la ha precedido deja un inevitable sabor de fiasco, de decepción, de montes sacudidos para parir ratones.
Si esta deslavazada amalgama es la última receta del poder para afrontar la crisis habrá que confiar en el que el país siga sosteniéndose solo como hasta ahora: vivaqueando entre trampas impagadas, actividades sumergidas e imaginativas fórmulas de supervivencia doméstica. Un trantrán de rutinas que evitan el desplome total pero nos mantienen lejos de una recuperación productiva. Las reformas cruciales siguen pendientes mientras el Gobierno sólo confía en el efecto de arrastre de las economías extranjeras que ya han hecho sus deberes. Y los cuatro millones de parados continúan siendo la única realidad que se sostiene con siniestra terquedad más allá de neologismos semánticos y planes voluntaristas.
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