El color del cristal
EL voluntarismo de pintar como querer, que decía Samaniego, es frecuente en política porque la ideología y el corazón, tantas veces superpuestos, dibujan horizontes a la medida de los deseos. No sólo en los dirigentes; también entre los ciudadanos existe la sugestiva tentación de acomodar la realidad al prisma de los prejuicios para contemplarla desde las presuntas certezas del sectarismo. Vemos lo que queremos ver, y por eso a menudo nos pintan lo que nos quieren pintar.
Tomando al pie de la letra el dicho del color del cristal, en Estados Unidos han hecho un interesante experimento sobre las percepciones cromáticas de Obama entre el electorado, con el resultado de que sus votantes lo ven más blanco no sólo de lo que parece, sino de lo que es. Utilizando el photoshop para teñirle el careto en una gama de la negritud zumbona a la blancura decapée tipo Michael Jackson, los investigadores preguntaban cuál era la imagen más representativa del presidente. El matiz real, objetivo, de su piel apenas motivaba emociones: sus partidarios se decantaban por la versión aclarada y los detractores por la más oscura. Nótese que incluso en una sociedad tan mestiza y multirracial como la americana la dualidad blanco/negro permanece asociada a la de malo/bueno, de tal modo que hasta los sedicentes progresistas permiten que les traicione el subconsciente en una paradoja ética ambivalente y poco decorosa. Para gustos los colores, pero la ideología dominante aún lava más blanco.
En todo caso se trata de una experiencia extrapolable a cualquier fenómeno de liderazgo en la medida en que la captación de adeptos tiene que ver no sólo con el perfil que proyecta el líder sino con el retrato personal que de él elaboran sus seguidores, interactuando a tenor de sus propios prejuicios. Somos los ciudadanos los que en buena medida filtramos los colores de la realidad por el caleidoscopio de nuestros valores, con una subjetividad que en el fondo es más biográfica que ideológica, más sentimental que intelectual, más emocional que ecuánime. Así limamos por conveniencia las aristas de nuestra conformidad, de tal manera que los votantes más fieles de Zapatero, por ejemplo, pueden mediante un ejercicio de voluntad obviar su manifiesta ligereza para borrar sus reflejos más triviales hasta contemplarlo como todo un estadista. Estilizamos las siluetas y contornos de nuestros líderes de acuerdo con la propaganda y el marketing, pero también y sobre todo con nuestras necesidades y demandas. Y si el imperativo de cambio arrastró a la opinión pública hasta aclarar la piel de Obama, quién dice que en España, donde los colores políticos brillan siempre en su tonalidad más intensa, no llegue el día en que el hartazgo de insustancialidad logre el prodigio de rodear a Rajoy de rasgos carismáticos. Aproximadamente, que la voluntad no basta para obrar milagros.
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