Comercio
UN amigo historiador se duele de las paradojas que nos inflige la globalización, haciendo de los bermeanos, antaño corsarios y negreros temidos en todo el mar conocido, pasivo ganado secuestrable. Acaso se deba tal mutación, aventura, a la variopinta mezcolanza étnica de las nuevas tripulaciones. Ya nadie en ellas es de Bermeo-Bermeo, que diría el cocinero Arguiñano, ni el bonito es del norte ni los pimientos de Guernica. De acuerdo, pero, en esta confusión universal, en este mundo al revés, los piratas somalíes persisten en su ser y demuestran la infinita superioridad de la tradición sobre el progreso.
Yo creo que la culpa de todo la tiene la Institución Libre de Enseñanza, que empezó a montar campañas antitaurinas hace siglo y medio. Lo único que sostuvo la identidad moral española durante varios milenios fue el hecho de que hasta en Bermeo se organizaran becerradas por las Magdalenas. La más miserable de las aldeas patrias tenía un espacio reservado al culto colectivo del valor y la muerte: un coso con todas las de la ley, una plaza rectangular con soportales o la era del Camuñas, cada cual según sus posibilidades presupuestarias. Pero ni una lancha merlucera salía del puerto sin dedicar una salve a la Virgen de Begoña y un recuerdo emocionado a la última faena de Lagartijo, y cuando el arponero de proa hundía el rejón en la cerviz de la ballena bizcaiensis repetía el gesto arquetípico del héroe fundacional, o sea, del proto-torero ibérico que clavó su falcata en la giba del bisonte de Altamira, liberando a España de las tinieblas primordiales del caos, interpretación en la que coincidían Unamuno y Mircea Eliade. Los portugueses, que no sufrieron el krausismo, conservan intacto el espíritu de los forçados de la época de Viriato y abordan toreramente las zodiac emanadas del Cuerno de África, «por cuyas costas en vano/ busca el pueblo lusitano/ reservas de bacalao», como escribió Camoens.
Alguien dirá que esta hipótesis es una soberana parida. Y acertará, pero a ver quién es el guapo que propone otra mejor. Hace unos años sugerí que apareciera alguna bandera nacional en las manifestaciones contra ETA del país vasco, y un dirigente donostiarra del movimiento cívico replicó que él prefería la pirata. Porque todo vasco que se precie de serlo lleva dentro un filibustero barojiano, un capitán Chimista: en el lóbulo izquierdo un arete, como el alcalde de Bermeo, y sobre el hombro del lado opuesto, una guacamaya que canta zortzicos. Mientras tanto, en el Índico, los aguerridos somalíes roban de las atuneras hasta los calcetines del capitán encerrado en el refrigerador, y los infantes de marina británicos ametrallan en el Estrecho banderas rojigualdas sustraídas acaso del Instituto Cervantes que les ha puesto Moratinos a los llanitos para que aprendan español, en vez de abrir centros en Arenys de Munt, que es donde más falta hacen. O en Haradhere y Mogadiscio, Somalia, una economía con futuro, donde se obtendrían probablemente ciertos retornos de nuestras inversiones en cooperación al desarrollo de la industria local, que emplea a una población seria, con fuerte arraigo familiar, y cuyos jóvenes, como el hijo del Espartero, quieren ser toreros como sus padres. Y si las expectativas financieras fallasen, siempre nos quedaría el consuelo de que asaltarían nuestros barcos vestidos de Luis Candelas, conocerían la obra del vate galaico César Antonio Molina, e incluso serían capaces de entenderse con los atuneros abducidos en eusquera batúa. Las relaciones comerciales mejoran mucho cuando se cuida su aspecto cultural.
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