Suscribete a
ABC Premium

Aub

EN La Gallina Ciega, el diario que escribió Max Aub en 1969 durante su primera visita a España tras el exilio, encuentro una observación misoneísta que ya era un tópico en la generación del fin del siglo XIX. Viene a sostener Aub que, en la España republicana y aún en la del Directorio de Primo de Rivera, la gente era más bajita y más fea que la de entonces, pero de personalidad más rica y acusada, de fuerte carácter individual. Algo parecido decía Baroja de la España de su juventud. Conviene desconfiar de este tipo de juicios, sobre todo, cuando uno empieza a oírlos entre los de su edad, o, lo que es peor, cuando uno mismo se sorprende haciéndolos. Constituyen un síntoma de senilidad espiritual provocado por diversos factores, de los cuales apenas uno es rigurosamente externo y objetivo: el crecimiento demográfico. Cada vez hay más gente, lo que implica que el porcentaje de humanidad que conocemos disminuye sin cesar. Nos hacemos la ilusión de que ocurre lo contrario, porque salimos menos y vemos más televisión, donde, tarde o temprano, aparece todo el mundo. En ninguna parte se manifiesta tan a las claras la contradicción entre el ser y el parecer como en la televisión, que es un vodevil interminable, la apoteosis de lo fenoménico y el eclipse absoluto de la cosa en sí. En la tele, el más noble ejemplar del género humano parecería un imbécil, y por eso el medio tiene tanto peligro. Suele preocupar la exposición de los niños a la llamada con toda propiedad caja tonta, cuando el grupo de mayor riesgo se encuentra precisamente en el extremo biológico opuesto. Los viejos somos, en efecto, los más vulnerables frente a la estupidez catódica, porque, predispuestos a denigrar la existencia en medio del marasmo producido por las oscilaciones del azúcar, conseguimos una fácil confirmación de nuestro pesimismo tras un minuto de zapeo, y de ahí a la depresión basta otro minuto. A partir de los cincuenta, la tele sólo debería usarse para ver películas (de John Ford, a ser posible).

Yo creo que Max Aub se pasó la mitad de su estancia en España pegado a la televisión, aunque eso no lo cuente en La Gallina Ciega y, claro, sacó una impresión del país mucho más desfavorable de lo que nos merecíamos. Mi memoria de los años sesenta no es tan infame. Ya no estaban Baroja, Unamuno ni Valle Inclán, pero teníamos a Martín Santos y a Marsé, e incluso habíamos recuperado a un Max Aub, a un Ramón J. Sender y a un Francisco Ayala, que tampoco eran moco de pavo. Si te vas a fiar de la televisión, ni entonces ni ahora habríamos alcanzado la condición alfabetizada, como lo pretende un curioso híbrido -«Curso del 63»-, que cuenta, según me dicen, con el favor masivo de la audiencia y no es, a la postre, sino otro más de esos productos dedicados a demostrar que la vida humana se reduce a reiteradas tentativas de cópula entre dos episodios de lágrimas y caca, careciendo de sentido todo proyecto de elevarla sobre el estatuto del animal de granja.

La clave del éxito del mencionado bodrio parece residir en que el habitual contexto ganadero de este tipo de programas se sustituye por la reproducción presuntamente fiel de un internado -¡mixto!- de la época franquista, mero pretexto para escenificar los conceptos progresistas de la educación como utopía del acceso ilimitado a los esfínteres ajenos y de la autoridad profesoral como fascismo irremediable. Max Aub fue injusto en su descripción de la España de 1969, pero acertó al intuir que, ya entonces, se estaba incubando un devastador sentimiento colectivo de desprecio hacia la continuidad cultural.

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación