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Cuelgamuros

NO fue un símbolo de reconciliación ni un lugar de encuentro fraternal de los muertos de ambos bandos ni nada remotamente similar a un humilladero nacional erigido para escarmiento colectivo de la guerra civil, como se trató de vender en otros tiempos (y todavía hay quien lo intenta). Lo levantó un espíritu de revancha, y no voy a meterme siquiera en la cuestión de si se recurrió al trabajo de esclavos o a paradójicos forzados voluntarios que redimían así sus penas, cobraban un sueldo y no se morían de hambre. Es innegable que Cuelgamuros no fue Auschwitz ni el canal del Kolima. No rezuma maldad totalitaria, pero sí franquismo hipócrita, torpe y abusón. Es el producto de una España de vencedores y vencidos sin voluntad alguna de olvido, de una paz inseparable del miedo, brutalmente hobbesiana, y, por supuesto, de una dictadura casposa.

El Valle de los Caídos es lo que es, y no hay quien lo cambie. Un caso desgraciado contra el que se estrellan los mejores propósitos, porque tiene un vicio de origen que asoma sobre cualquier tentativa de blanqueo, como las manchas resistentes. Recuerdo la única vez que lo visité, en 1958, con un amigo de mi padre, franquista hasta las cachas y excelente persona, que trataba de convencernos de que esta vez, sí, la superación de las dos Españas iba en serio. Habían comenzado a trasladar allí, ese mismo año, los restos de los caídos -utilizó ese término- del bando derrotado. Con el consentimiento de sus familias, subrayó. A mí, ese discurso podría haber llegado a impresionarme (era un crío de siete años, bastante inclinado a confiar en los adultos simpáticos), si no hubiera reparado en el destello irónico de la mirada de mi madre, fija en los ángeles de Juan de Ávalos.

Una gran chapuza. En la despolitizada España de 1958, aquel amigo podía creer con total sinceridad en sus propios argumentos. Invocar hoy la conformidad de las familias de los muertos republicanos resulta indecente. Las familias de entonces no eran conjuntos homogéneos de vencedores y vencidos, sino mezclas de ambos por las que hablaban sólo los parientes franquistas, que protegían al grupo y daban en su nombre los consentimientos requeridos. No cuestiono, claro está, la rectitud de intenciones de muchos de los que auspiciaron la acogida de los restos de sus antiguos enemigos en una necrópolis concebida sólo para los «mártires de la cruzada», aunque mentiría si negase que, en el caso concreto de Franco, sólo veo en tal gesto prepotencia y cinismo. Para la Iglesia, acaso significaba aquello el comienzo de un trayecto penitencial hacia el reconocimiento de que la «cruzada» de marras había sido en realidad, con todos sus componentes religiosos y anticristianos, una trágica matanza fratricida. Pero, al iniciarlo desde el Valle de los Caídos, obra de Franco que le legó su impronta indeleble, no podía evitar que se la percibiese todavía como la Iglesia triunfalista de la posguerra infinita.

Y es que no hay remedio. El lugar está gafado. Al anuncio, por el abad, de la definitiva despolitización de la basílica, han respondido de inmediato los diputados Herrera y Barkos, proponiendo que cada familia que lo desee se lleve su muerto republicano a casa para salvarlo de una compañía «hostil». Qué majadería. Pero cundirá, porque, lo mismo que hace cincuenta años, no faltan familias que se expresan hoy a través de sus miembros más interesados en que no decaiga el espíritu de guerra civil. Entonces se plegaban por amedrentamiento. Hoy, por estupidez o corrección política. La cosa es no dejar a los muertos en paz. Y a los vivos, mucho menos.

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