Autoridad en las aulas
ESPERANZA Aguirre confirmó ayer, en el debate de la Asamblea de Madrid, la aprobación de una futura Ley de Autoridad del Profesor. Es un paso en la buena dirección, porque la presidenta regional tiene razón cuando afirma que «no puede ser que un profesor esté la mayor parte de la clase mandando callar a los alumnos». En este sentido, es importante la medida prevista de convertir a los docentes de Primaria y Secundaria de los centros públicos en «autoridad pública», con el fin de que la disciplina retorne a las aulas, un planteamiento que coincide con las propuestas de Nicolas Sarkozy. Falta conocer la letra pequeña del proyecto, pero es indudable que Aguirre ha puesto el dedo en la llaga de una de las grandes preocupaciones de la comunidad escolar. Sería muy deseable conseguir para ello la implicación de las familias en las tareas de transmitir a niños y adolescentes el sentido de la responsabilidad imprescindible para desarrollar actitudes positivas en casa y en el colegio. En este ámbito, tal vez habría que buscar medidas complementarias al simple envío a los padres de las normas reguladoras del centro de enseñanza en que sus hijos cursan estudios. Reforzar la posición de los docentes con cargos directivos es también un enfoque adecuado siempre que ello implique una exigencia de ejercicio activo de la autoridad y de apoyo a los profesores que -a veces- se sienten aislados frente a los chantajes y amenazas de algunos «matones» que pretenden imponer la ley del más fuerte.
Los recientes sucesos ocurridos en Pozuelo de Alarcón han elevado la sensibilidad social hacia la educación de las generaciones futuras. Es preciso transmitir valores positivos para la convivencia en un ámbito de respeto y estímulo del trabajo bien hecho. Aguirre acierta al enfocar el problema desde la perspectiva de la autoridad del profesor, pero también es necesario contemplar otros ángulos no menos importantes. Así, hay que ofrecer opciones de ocio al margen de «botellones» y «litronas», promover las actividades culturales y deportivas y, sobre todo, eliminar modelos sociales que dan prioridad al éxito a toda costa por encima de los principios morales y de la dignidad humana. La tarea es larga y compleja, y es bueno sin duda comenzar resolviendo las cuestiones más evidentes, como es la necesidad inexcusable de orden y silencio en las aulas. Lejos de cualquier autoritarismo, el profesor debe ser respetado y tiene que contar con los instrumentos razonables para imponer una disciplina sin la cual es imposible transmitir conocimientos. Es triste que tengamos que llegar a estos niveles de lucha contra la violencia -real o latente-, pero es la consecuencia lógica de muchos años de abandono y desinterés social y político.
Por lo demás, la dispersión de nuestro sistema educativo en diecisiete comunidades que funcionan cada una por su lado, conlleva problemas de fondo que limitan la eficacia de cualquier medida. La ley madrileña, bien orientada, sólo es aplicable en su ámbito territorial y la yuxtaposición de sistemas sin coordinación entre sí no puede producir resultados positivos. Mientras el Ministerio se limite a elogiar la idea de Aguirre sin adoptar medidas vinculantes para el resto de Comunidades, crecerá el riesgo de crear una confusión generalizada entre padres, alumnos y profesores.
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