Ni rabia ni orgullo
CADA vez más acostumbrada a las derrotas, la sociedad política occidental ha desarrollado una sofisticada liturgia memorialista que enmascara de hondura emocional y elegancia moral la evidencia de que rara vez cabe otro consuelo que recordar a las víctimas. Ocho años después del 11-S Nueva York no sabe qué hacer con el solar de las torres derribadas ni Occidente tiene claro cómo reconstruir el agujero de seguridad que le dejó aquella jornada de infamia. El mundo tiene más miedo y menos libertad, y además parece cansado de conservar la que le queda. Sin razones para el optimismo, la sociedad libre elabora discursos de consuelo para tratar de recomponer una autoestima amputada, pero la realidad es que si aquel día empezó una guerra ésta es la hora en que vamos perdiendo. Eso sí, llorar por los caídos lo hacemos cada vez mejor y con más belleza; lo estamos convirtiendo en un arte.
Con toda su simpleza intelectual, Bush y sus neocons hicieron un diagnóstico correcto al pensar en una lucha global contra el terror, pero el desquiciado ardor guerrero de los vulcanos erró la receta y confundió el escenario. La guerra de Irak fue un fracaso de estrategia que destrozó la cohesión moral generada por los atentados, y a partir de ahí ha sido imposible enderezar una deriva equivocada. A estas alturas hay voces de opinión pública en Europa que piden el abandono de Afganistán, y Obama empieza a enfrentarse a la posibilidad de un Vietnam con turbantes. Guantánamo es un insoluble agujero negro, el polvorín palestino sigue intacto y los nuevos aliados del populismo antisistema se regocijan ante la posibilidad de que Irán llegue a disponer de arsenal atómico. Asumido el dolor victimario de las tragedias en Nueva York, Madrid y Londres, lo que queda en el fondo moral de las sociedades atacadas es un complejo de mala conciencia disuelto en la perentoria angustia de la crisis económica.
Cuando Oriana Fallaci se rebeló contra el símbolo de las torres caídas, su grito terminal de «La rabia y el orgullo» incluyó el áspero lamento por un temor fundado a que se impusiese la congoja. Al final ha acabado llevando razón póstuma: la Atenas de la democracia contemporánea sigue sitiada y en vez de romper el cerco se pregunta si no tendrá la culpa. Cuando cayó el World Trade Center nadie podía imaginar otro impulso que el de la resistencia, pero tres años después los trenes de Madrid demostraron que el terror era capaz de derribar un gobierno. Irak fue un yerro descomunal con secuelas demoledoras; el apaciguamiento no funciona, la ONU es un carnaval y Afganistán un pozo de sangre y polvo. Estamos peor que antes porque se ha consumido el capital de la legitimidad y nos movemos en una convulsión de dudas. Para disimular hemos inventado un fabuloso rito de memoriales; ganar no ganaremos, pero el dolor de las heridas lo sabemos sublimar de putísima madre.
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