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Desproporción en la fuerza

«USO desproporcionado de la fuerza»: dícese de la guerra. En fórmula de Clausewitz: acumulación masiva de recursos para la destrucción del enemigo con el menor coste; es, la suya, economía de lo más grave, de aquello en lo cual se decide lo primordial humano, la muerte.

Sólo lo muerto no muere: los hombres sabemos eso. Es lo que diferencia nuestro estar en el mundo del de cualquier otra cosa. Saberse cosa de la muerte lo modifica todo. Y hace de cada instante en nuestras vidas campo de batalla. Nada, para nosotros, queda fuera de esa red de conflictos, cuyo enredar tácticas aparentes en invisibles estrategias sólo acaba en el punto exacto donde comienza el silencio de morir: «la guerra es de todos padre, de todos rey, que a unos marca como dioses, como hombre a otros, a éstos como esclavos, como libres a aquellos». Así nació, en Heráclito de Éfeso, la filosofía.

«Uso desproporcionado de la fuerza»: ha sido, para el actual presidente español, la letanía sagrada de una liturgia rentable, la que acarrea votos con sólo agitar dos demoníacos monigotes de guiñol: antisemitismo y antiamericanismo. No es que sea un hallazgo novedoso: Hitler y Stalin hicieron de ese diablo bifronte uso exhaustivo y, en aún mayor medida, letal: «judíos y plutócratas» es reiterada invocación totalitaria en los años treinta. «Rechazamos firmemente el uso desproporcionado de la fuerza» de Israel en el sur del Líbano: manifiesto conjunto del socialista Presidente español Rodríguez Zapatero y del islamista Presidente turco Tayip Erdogán, 7 de julio de 2006. Fue el verano inolvidable del Presidente ataviado con kufiya palestina en fervoroso mitin pacifista; o sea, antiisraelí; también allí fue invocado el horror del mantra: «uso desproporcionado de la fuerza». Un catálogo de la ritual repetición de la misma fórmula por parte de los socialistas españoles nos lleva hasta Yenín, donde a más de uno no le importó desbarrar acerca de genocidios o insultar a la condición humana, invocando Varsovia y Auschwitz para dar razón de una escaramuza militar con resultado de 52 y 23 bajas por cada una de las partes: «uso desproporcionado de la fuerza».

¿Cómo se mide la «desproporción» en el uso de la fuerza? En términos militares, por la eficacia, cuya cifra numérica da el cociente entre bajas enemigas y bajas propias. No existe otro criterio. Eficacia y desproporción son, en la guerra, sinónimos. El viernes último, el ejército español afrontó un ataque de la guerrilla afgana. El resultado fue de trece muertos enemigos y un herido propio. En el límite mismo de lo óptimo, en cuanto a eficacia militar se exige. La «desproporción» entre bajas enemigas y propias tiende, en este caso, a infinito, si la aritmética no miente e infinito es lo que resulta de cualquier cifra al ser dividida por cero. Yenín, Líbano, Gaza... -pero también Irak cuando la guerra que acabó con la dictadura- son, no seré yo quien lo niegue, «usos desproporcionados de la fuerza», definidos por el cociente favorable de los costes humanos. Y por eso fueron acciones victoriosas que, en el límite, acabaron por pagarse al precio menos alto de los posibles. La acción española del viernes es militarmente modélica, porque el uso de su fuerza fue lo bastante desproporcionado como para destruir, sin más bajas propias que un herido, al atacante. A eso llamamos guerra. Aunque el Presidente español y su ministra sigan, aún hoy, tomando a un ejército por una ONG y prefieran callar el mérito de lo que ocurrió: un uso eficazmente masivo de la desproporción favorable de la fuerza. O sea, guerra. Porque las guerras sólo se ganan o se pierden.

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