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Ante la enfermedad

LA extraña gripe ahora. Como el VIH en aquellos excesivos -y tan dulces- años ochenta. Como la tisis en el XIX, como la peste de Atenas que dio excusa a los más bellos versos de Lucrecio, los que cierran aquel monumento al saber gozoso que es su De rerum natura... La enfermedad, ese cíclico acoso más quizá de las mentes que del cuerpo, va tomando, en el curso de la historia, nombres solemnes en los cuales invisten los humanos lo más agrio de su condición: ser sólo una cifrada cuota de tiempo que se extingue. Ser inmortal, decía Borges, no es gran cosa: todos los bichos lo son, salvo nosotros; porque todos, salvo nosotros, ignoran su muerte. En nada les concierne, pues, la paradoja del imposible encuentro con nuestro propio fin que, desde Epicuro, se alza como el más desasosegante callejón sin salida del animal que habla y piensa: «Y así, el más aterrador de los males, la muerte, nada es para nosotros, puesto que cuando nosotros estamos, la muerte no está, y, cuando la muerte está, no estamos nosotros». Al terror, cuyo origen el maestro griego pone en la carga gravosa de las supersticiones, la Epístola a Meneceo suple con la racional angustia de lo inaprehensible, de aquello cuya necesidad sabemos y de lo cual nos sabemos incapaces de dar cuenta. Porque mueren siempre los otros, aun los más queridos, conforme a un lúcido diagnóstico freudiano: la mente humana es incapaz de atisbar siquiera un átomo de su propia muerte; morir no está codificado en nuestro inconsciente.

Estar enfermo, sí. Y es la enfermedad, al cabo, la única pista veraz de lo que somos. Y es ella, al cabo, en nuestras vidas, aquello que nunca miente; lo único. En la brillante concisión que fue la propia de un hombre de vida breve, atormentada, Blaise Pascal cristalizaba la peculiaridad humana en eso: la enfermedad es el hombre. El más bello de los textos de ese monumento en ruinas que es su obra, lo compone una escueta meditación sobre el don de estar enfermo; de hallarse así en la perspectiva menos mentirosa que le quepa a un ser, como el hombre, perecedero: porque «ser perecedero es estar ya pereciendo y, de algún modo, perecido». La enfermedad sería, así, la constancia material de lo que somos. Y el tiempo, únicamente la plantilla que acota nuestras sucesivas muertes: «presentes sucesiones de difunto», sentencia el más alto Quevedo. Y al creyente Pascal le maravilla que Dios haya, en esa paradoja extrema, revelado a los hombres lo impensable de su muerte, y hecho posible así que el alma comience en vida «a ver como una nada lo que a la nada habrá de retornar un día». Y al no creyente, el texto pascaliano le pone ante la más prodigiosa astucia de la inteligencia: decir lo único que importa, nuestra muerte, nos es dado en metáfora tan sólo; la enfermedad susurra lo que nuestro cerebro veta que resuene.

Es una voz primordial y áspera la suya. Lo es toda voz verdadera. Todo, en este y en cualquier otro mundo, está planificado para ahogarla, para envolverla en ruido: que no se oiga. Y este nuestro, más que cualquier otro mundo, ha hecho del dominio del ruido técnica para adormecer preguntas, hipnótico del desasosiego. Es horrible ver a políticos e instituciones negar empecinadamente que somos vulnerables. Horrible, escuchar tanto infantilismo en torno a si la muerte que nos vendrá de ésta es mayor o menor que la que de otra gripes vino. Más horrible que la enfermedad misma es la satisfecha ceguera de negarla. Más lúgubre que morir es negar que uno muere. Porque enfermar, morir, puede, con el dolor, hacernos más inteligentes. O más necios; que es lo mismo que decir más malos.

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