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Ante la luna

LA noche en la que Armstrong llegó a la luna, yo andaba por algún cruce indefinido del mapa de carreteras, entre Madrid y París. Apolo XI me traía al fresco. La exhibición de primacía espacial entre rusos y americanos era, pensaba yo, horriblemente inelegante: desolador despilfarro, propio de bárbaros ricos. Yo acababa de cumplir los diecinueve. Era todo lo desdichado que es justo ser a esas edades. Y bastante más necio. Aunque hubiera ya leído casi todo lo esencial de cuanto he de leer en esta vida. Y nunca las noches de verano fueron tan hermosas como en aquellos días de autostop y poco sueño; y nunca más volvieron a ser tan ajenas a la mezquina realidad.

¡Cuarenta años! En la vida de todo hombre hay un momento en el cual mira hacia atrás y ya nada reconoce. Se ha hecho viejo. Incluso, entonces, decirlo deja en la voz una amargura falsa. Pues la melancolía miente. Conocemos aquello que no somos. Nada más. Y, a veces, una nimia nadería no prevista pone frente a los ojos del recuerdo al extraño aquel que llevó nuestro nombre. Lo miramos con lenta benevolencia, no carente de enojo. Y sabemos que ese extranjero nos será siempre más inaccesible que el menos transparente de nuestros contemporáneos. La memoria nos miente por un motivo elemental: que no habla de nosotros, de quienes la invocamos en nuestro terminal presente; habla del que no existe, del que fuimos; del mundo que fue suyo, y que existe tan poco cuanto él mismo. Y el pronombre de primera persona, «yo recuerdo...», nos engaña en ese modo perfecto en el cual sólo la lengua sabe burlarnos. No, no hay pasado más que en esta mentira del ahora que lo inventa al narrarlo; y que trueca en calderilla su capital hermético. Es la más bella paradoja de ese monumento a la paradoja que es la obra de Agustín de Hipona. No hay pasado. Ni futuro. Y preguntar por el presente es vana artesanía retórica. ¿Qué culpa, pues, «confiesa» el Santo, si nada de lo recordado a través del tiempo es suyo ya, ni es de nadie, si ni aun Dios puede ponerle remedio?

El estupor ante el cielo estrellado es, tal vez, el más intemporal de los maravillamientos. El que acontece a todos desde siempre. Y la cóncava semiesfera de azabache, que los primeros griegos describen punteada por finas resquebrajaduras a cuyo través alfilerazos del fuego empíreo nos van hiriendo, contiene en sí todas las evocaciones, todas las metáforas, cada emoción, cada desasosiego de esta deshilachada madeja de sueños: el alma humana. Hoy, lo de Armstrong me conmueve. Tanto cuanto fue indiferente al autista de diecinueve años (pero tener diecinueve y ser autista es pleonasmo) que supo de ella, con un par de días de retraso, mientras compraba una baguette y un cartón de leche en el callejón de Gît-le-Coeur, casi en la esquina con el Sena. Es sólo la lejanía la que trueca lo trivial en poético. Las palabras del astronauta sonaban de lo más vulgar a un clandestino devorador de Lautréamont o Saint-John Perse. Tienen, cuarenta años después, la tectónica poesía que a veces, como un moho, hace el tiempo florecer sobre los objetos más toscos.

Muchísimos años luego, he contemplado la luna relumbrar sobre lejanos mares de cristal milagroso, a los que no retornaré nunca: lo bello sólo lo es si irrepetible; es quizá lo que el enigma del río heraclíteo sentencia: nunca, nunca tornarás al mismo cauce. Y he evocado aquel verano del 69. No eran distintas las noches, los paisajes. Otro era yo, eso a lo cual llaman yo y que es, en rigor, nada. ¿Quién escribió el más grave endecasílabo de la lengua castellana: «soy un fue, y un será, y un es cansado»? Ante la luna.

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