Todo tiene un precio

Putin no cree en el talante, sino en el poder. Lo suyo no es el diálogo, sino la disposición al uso de la fuerza cuando los intereses nacionales están en juego. Está convencido de que los mejores y más estables acuerdos son aquéllos que se fundan en la disuasión. Ucrania manifestó su deseo de dotarse de un sistema democrático, de poner fin a la presencia naval rusa en Crimea cuando el contrato expire y de incorporarse a la Unión Europea y a la OTAN, y el resultado está a la vista: un atentado fallido contra su presidente, el corte del suministro energético y la amenaza de secesión de Crimea. Georgia apuntó maneras semejantes y sufrió una invasión en toda regla con el resultado de la independencia de los territorios de Abjasia y Osetia del Sur. No son los únicos casos, pero valgan como ejemplos.

La Unión Europea ha tratado de llegar a un entendimiento con Rusia, un vecino importante que nos suministra energía y que tiene un puesto permanente en el Consejo de Seguridad con derecho a veto.

Todos los grandes temas que afectan a nuestra seguridad -programa nuclear iraní, terrorismo yihadista, estabilización de Líbano, guerra de Afganistán...- requieren su colaboración, pero los resultados no son satisfactorios. Hasta para la entreguista Europa resulta difícil de asimilar la exigencia de reconocimiento de una esfera propia de influencia, su colaboración con Irán y sus maneras amenazantes.

Los europeos desconfían de Moscú. No tienen el valor de plantarle cara en la crisis del Cáucaso, pero no están dispuestos a depender de su suministro energético. El gasoducto Nabucco, largo tiempo defendido por Estados Unidos para liberar a Europa del chantaje ruso, se impone a la variante defendida por Gazprom -South Stream-, que hubiera garantizado a Moscú el control de casi todo el gas que penetrara en Europa. Todo tiene un precio.