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Disgregaciones

EL centenario de la Semana Trágica va a coincidir con la gran migración estival y la puesta del país en standby hasta septiembre, en que todo volverá a ser como antes; es decir, empeorará día tras día, pero comenzará la Liga, el último fin de semana de agosto, y se irá tirando hasta que nos aburramos de las tres gracias galácticas pagadas en plutonio enriquecido y de la interminable despedida de Eto´o. Una historia que ya no vende, la de la semana aquélla, aunque, quién sabe, a lo mejor los dos últimos libros de Francisco Bergasa sobre su tocayo Ferrer Guardia (o Ferrer i Guardia) despiertan el interés del personal en lo que queda de verano, tiempo suficiente para leer, por lo menos, el primero, ¿Quién mató a Ferrer i Guardia?, publicado por Aguilar, un ensayo de casi seiscientas cincuenta páginas que podría resultar conmovedor e incluso apasionante si la época y sus protagonistas todavía significaran algo para el lector, lo que no es tan seguro. La figura de Ferrer Guardia fue una de las más controvertidas en la primera década del pasado siglo. La verdad es que no caía bien a casi nadie, ni siquiera a los anarquistas serios, como admite Bergasa, y es que ya antes de la revuelta de Barcelona se le relacionaba con el terrorismo nihilista, por haber dado empleo a Mateo Morral, el autor del atentado contra Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia, en la calle Mayor de Madrid, el 31 de mayo de 1906. A Ferrer se le veía como una especie de Netchaiev, lo que quizá no era, pero ni Unamuno, que firmaba todos los manifiestos que le ponían delante, movió un dedo por él. Se suele comparar su proceso al de Dreyfus, y tal comparación no se sostiene. La condena de Dreyfus dividió a los franceses y sus consecuencias se hicieron notar todavía en la capitulación de 1940 ante los nazis. La de Ferrer sólo tuvo repercusiones serias en el exterior, eso sí, lo suficientemente graves como para acelerar la caída de Maura, que todo el barullo republicano levantado por la sentencia no habría podido conseguir por sí mismo.

Pero lo curioso, ahora que han pasado cien años, es la insignificancia de aquellos hechos en la memoria del presente. No fue así en la cultura de la transición, para la que el estudio de Joan Connelly Ullman (1968) representaba todavía un hito en la recuperación de la historia escamoteada por el régimen franquista, y que propició un buen número de ediciones de los insensatos escritos pedagógicos de Ferrer. Hubo incluso una película sobre la Semana Trágica, una de las primeras de la democracia, La ciutat cremada (1976), de Antoni Ribas, donde salía Xabier Elorriaga mordisqueando zanahorias, como Bugs Bunny, y Serrat marcándose un tango con una momia. Fueron productos de muy discutible valor y gusto, pero hoy son pura arqueología incomprensible. La memoria histórica prefabricada de la guerra civil ha conseguido reducir todo lo anterior a una tabla rasa barnizada por la amnesia.

Un joven escritor nacionalista catalán, Enric Vila, afirma que hay crímenes que Cataluña no puede perdonar (¿a quien?), como los fusilamientos de Carrasco i Formiguera y de Lluís Companys. De Ferrer Guardia no dice nada, como si no hubiera existido. Y es que la memoria histórica no es más que un cuento de brujas que los socialistas han usado contra el PP y los nacionalistas como Enric Vila contra el PSOE, configurando las dos únicas identidades de curso legal en la progresía (el resto es franquismo). El resultado es que, no sólo la Historia de España, sino de la propia Barcelona se disgrega en torno al raigón cainita de una guerra civil imaginaria.

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