El domingo, en Las Ventas, cuatro gatos y un chino vimos el arte más caro de todo el año taurino: lo hizo un linarense de nombre Curro Díaz, privado de la oreja por un presidente sin afición («¡don Julio, qué poca afición tiene usted!», le voceaban los del «7») que es policía, pero que querría ser poeta. ¿Dónde estaban Gala, Arrabal y todos los oficinistas que en la feria ponían los ojos como bolitas de alcanfor afectando estar sacudidos por los pingüis de Morante? Morante, ya lo tenemos dicho, es el Sepu del arte en los toros igual que Neruda, según Ruano, es el Sepu de la poesía: ese mentón en conversación con el esternón que vende el torero de La Puebla hace que el oficinista que se sienta en la grada embista con el trasero, sede de la sensibilidad democrática, y grite: «¡Pero qué arte, Dios mío!» ¿Arte? Cuenta Cocteau que el dueño del restaurante Le Catalan confesó un día a Picasso que no comprendía una de sus telas. Picasso le preguntó si comprendía el chino (el idioma). El dueño de Le Catalan respondió que no, y Picasso le dijo: «¡Pues se aprende!» Al chino que en compañía de los cuatro gatos vio el domingo a Curro Díaz ya no le venden el cuento de Morante, porque ha aprendido que el arte por el arte de Morante, exprimido hasta sus consecuencias lógicas, es puro narcisismo. Y se irá al Bernabéu a ver a Cristiano Ronaldo, porque al Madrid le pasa lo que al idioma español, que es querido en todo el mundo menos en España, cuyo Estado lleva treinta años enseñando en las escuelas que el enemigo de la felicidad general es Madrid, o sea, su equipo de fútbol, pues tampoco es cosa de tomarla con la Cibeles, el Banco de España o la Puerta de Alcalá. Todos los paletos prefieren vender a sus futbolistas al extranjero que al Madrid, cuyo propósito de españolización es, simplemente, imposible. Y el caso es que al Madrid, como a los Tercios, siempre lo hicieron grande los extranjeros.

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