Ratoneras
DESCONCERTANTE artilugio que ya es arqueología (el ferretero de mi barrio dice que dejó de fabricarse hace veinte o veinticinco años), la ratonera apenas llegó al siglo de existencia. La primera patente data de 1894, y siempre fue un producto industrial en toda regla, seriado y taylorizado, que no conoció -pese a su apariencia- una previa fase artesanal. La identificación como ratonera de un extraño objeto representado en una escena del taller de San José, que forma parte del retablo cuatrocentista de M_rode, atribuido al Maestro de Fl_malle, se ha probado errónea.
A mí, la ratonera me intrigó desde muy niño. Había algunas en la casa donde nací, un arcaico inmueble del Casco Viejo de Bilbao, donde convivíamos tres generaciones de mi familia y un gato irritable, el Cuqui, que una vez me puso como un ecce homo. También teníamos realquilada una ratona madura y madre soltera, cuya progenie daba sobrado encanto a la vida cotidiana. En Bilbao llamábamos a los ratones por su denominación eusquérica, saguchus, en forma diminutiva y cariñosa. Pero, a lo que vamos: lo que me intrigaba de las ratoneras era su ineficacia. Permanecían montadas y vacías durante semanas o meses enteros, mientras Cuqui, aunque castrón y torpísimo, se zampaba todos los días un pincho de ratoncillo (a propósito de esto, me han contado uno muy malo de guipuzcoanos: entra un donostiarra en un bar de pinchos y ¡ay, ay, ay, ay!).
Pero había algo más admirable aún que la inutilidad misma de la ratonera (cuando, por un extraño azar, algún ratón aparecía atrapado en la misma, podía jurarse que se trataba del desecho de tienta, del perdedor vocacional en el proceso evolutivo, o de un depresivo crónico que había decidido suicidarse), y ese algo era el barroquismo mecánico del aparato: todo un despliegue de medios -resortes, muelles, cepos, guillotinas, túneles- puesto al servicio de un objetivo material deleznable, si bien de relevancia simbólica. El valor fundamental de la ratonera era de orden estético o quizá social, un índice de modernidad e ilustración.
En el último número de New Yorker, Adam Gopnik trae a colación la paradoja de la ratonera para ilustrar un principio general aplicable a la crisis económica. No se inventó el chisme cuando los ratones eran un verdadero problema, allá en la Edad Media o bajo el Antiguo Régimen, épocas en que ejércitos de diminutos roedores arrasaban despensas y bibliotecas. Qué va. Las sociedades afligidas por la plaga la combatían entonces mediante los escasos recursos pretecnológicos disponibles. Sólo después de que la acción combinada de gatos y flautistas llevara la especie del ratón doméstico al borde de la extinción, el ingenio humano, liberado de la urgencia y de la necesidad en dicho ámbito, pudo proceder a la creación de la ratonera, al tiempo que la figura idealizada de la víctima ingresaba en la mitología de masas a la manera de gran tótem de la nueva religión secular del cine, ya fuera como el Mickey de Walt Disney o como los Pixit y Dixit de Carmen Calvo Poyatos.
Gopnik observa que, bajo la presión de la escasez o de las catástrofes, ni la cultura ni la naturaleza son capaces de desarrollar nuevas habilidades u órganos. La amenaza del desastre irreversible obliga a concentrar todas las energías individuales en esfuerzos gregarios de resistencia según pautas tradicionales: «Lo que estimula la innovación es la confianza en que las cosas nuevas -como el inventario de una tienda de novedades- no son realmente necesarias». La frivolidad, concluye, es la madre de la invención. Pero no sirve para salir de la crisis.
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