Salvador Cortés amplía el parte de guerra
Salvador Cortés amplió ayer el parte de guerra en que se ha convertido esta Feria de San Isidro. Miguel Abellán, Luis Bolívar, Antonio Ferrera, Gimeno Mora, Rafael Cuesta e Israel Lancho. (Rosario apunta en el margen de la lista a «Patanegra», el caballo de los ojos juanrramonianos, como muñeco animado y roto de Disney). Y ahora Cortés, que en un cambio de mano sobre la izquierda, cuando la faena tocaba a su fin, cayó prendido por la certera daga del cebada, que profundizó en el hueco abierto por la muleta. ¡Ay, Cebada! Cebada volvía a Las Ventas después de dieciocho años de ausencia, y para esto no haber regresado nunca: pasaron sólo tres toros, y de los tres, dos se intuían repescados por piedad y por cara, solamente. De ellos este tercero hiriente, mansísimo en el caballo, se movió sin embargo por el pitón derecho con nobleza en los albores de faena de un generoso Salvador Cortés en la distancia. Después de dos series, la faena, y probablemente el toro, entraron en fase cambiante de luna menguante y ácida. Cortés presentó la zurda, y por ahí el cebadita se rebotaba con la cara por encima del palillo con mala leche. Desde ese momento a la cornada sólo hubo un paso, una tanda diestra de nuevo y el cambio de mano...
Luis Miguel Encabo lo mató, y por poco no entra también el asta por su axila de un violento derrote. Encabo ya había despachado el primero, el más rematado del trío cebadista. Manseó y rehusó el caballo, pero luego se durmió en el peto. El torero alcalaíno banderilleó midiendo mal el terreno y la querencia, en toriles. Ya había tenido que pasar una vez en falso por un arreón. Y en el siguiente embroque la voltereta sobrevino, milagrosamente inocua con esas puntas. Se apagó el toro sin fondo y muy sangrado. El quinto, de Guardiola Fantoni, un guapo lucero de mucho cuello, apuntó nobleza sin terminar de humillar. Y luego se consumió como una vela sin oxígeno en una faena de entonado prólogo a su altura. Se tapó mucho la muerte con el descabello, y Encabo se encasquilló sin remedio.
Fernando Cruz pasaportó al cebada de turno, estrecho de pechos y con la culata de Bambi. El hijo pequeño de la novillada de Guadaira era. Protestón, frenado y con recuerdos de la guasa de la casa. Cruz se estrelló más tarde con un guardiola cinqueño cuajadísimo que quiso con buen aire y no duró nada. Y menos el sexto, que salió como resentido de los cuartos traseros, como yo a estas alturas de la isidrada.
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