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Pandémica

LAS autoridades mexicanas hablan de influenza para referirse a la gripe porcina que les aflige y nos afligirá, según la OMS, y no es que me choque, pues influenza es palabra legítima en castellano y además de origen muy poético, porque, en la Antigüedad, se creía que la causa de muchas enfermedades residía en la influencia perniciosa de los astros; sobre todo, de la luna lunera cascabelera a la que cantaban Eydie Gormé y los Panchos (una sefardí de Nueva York, un puertorriqueño y dos mexicanos). No me choca, digo, aunque en México la gente le llama gripa a la gripe, y yo nunca he oído allí lo de influenza, pero quizá así se le quite dramatismo a la cosa, o se le ponga más, que nunca se sabe. De su país dijo Porfirio Díaz aquello de «pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos», que los israelíes han copiado e invertido para referirse al suyo. Y, lamentablemente, es cierto que México (para mi gusto, el país más amable y hermoso del mundo) sufre rachas periódicas de mala suerte que no se merece y que hacen pensar en perversas conjunciones siderales.

Poner a todo México en cuarentena será acaso lógico, pero ni por asomo justo, y, desde luego, va a producir, en una economía dependiente del turismo, una catástrofe que, añadida a la crisis global, puede socavar grave e irremisiblemente la recuperación lograda bajo los gobiernos del PAN. La actual coyuntura no propicia la solidaridad, ni en América ni en Europa. Por el contrario, vivimos una época de repliegues defensivos y de proteccionismo, y es probable que su reflejo en las políticas de salud sea promovida, por la fuerza de las circunstancias, a paradigma de las futuras relaciones internacionales. De momento, las metáforas clínicas ya han invadido el lenguaje de la política y de la economía, y nos hemos acostumbrado a oír hablar, en tiempos recientes, de guerras preventivas, de cordones sanitarios en torno a tal o cual partido o de activos financieros infectados (por no mencionar la jerga viral de la informática). Que esta medicalización de la cultura sea un efecto combinado del miedo paranoico al sida y de la subordinación efectiva de la vida al control hospitalario durante las últimas décadas del pasado siglo, está, creo yo, fuera de duda, pero el nuevo encuentro de la metáfora con la realidad, en el presente contexto de recesión, consolidará visiones y actitudes similares a las que dominaron en la época de la Peste Negra, que era lo que nos faltaba para completar los terrores del milenio.

En un ensayo necesario y nada autocomplaciente -Republicanos. Cuando dejamos de ser realistas (Algaba, 2008)-, Fernando Iwasaki recuerda que españoles y latinoamericanos somos gentes afines y separadas por la misma lengua. Ocasiones como ésta son las que ponen a prueba la retórica al uso, y plantean si hay algo de cierta entidad detrás de la invocación a los cuatrocientos millones de hablantes del español o si, en efecto, una gripe porcina basta para mantenernos separados e indiferentes. A la vista de la frialdad con que hemos recibido, esta semana, la visita del presidente colombiano Álvaro Uribe, un gobernante heroico, asediado desde dentro por la guerrilla narco-comunista y, desde el exterior, por los demagogos rampantes del nacionalismo revolucionario que medra en las repúblicas vecinas, se diría que nuestro proclamado amor por el ideal democrático y fraterno vale sólo para los años de vacas gordas y se disuelve sin dejar rastro cuando llegan los tiempos del cólera y volvemos a ser ramplonamente realistas. Pobre Colombia y pobre México. Tan lejos.

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