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Lunes, 27-04-09
EL directo más salvaje de la historia del rock and roll lo perpetró un bárbaro llamado Neil Young en 1991, en compañía de una banda de tipos duros que respondían al nombre de Crazy Horse, «Caballo Loco». Se llama Weld y es uno de los no demasiados discos que jamás envejecen en la discoteca de la gente de mi edad; uno de los muy pocos que a mí me siguen estremeciendo como aquel primer día en el que no acababa de creerme lo que estaba oyendo. Más. A medida que me he ido haciendo viejo. A medida, pues, que el lema que lo marca de inicio a fin, ese demoledor «mejor ser devorado por una llamarada que roído por esa herrumbre que nunca duerme», va trocándose para cada uno de nosotros en un postulado. Y un lamento.
Pocos de cuantos surcaron la épica tumultuosa del rock and roll en sus años de epopeya fueron tan lejos. Y, de los que lo hicieron, casi ninguno sigue vivo. Cuando en 2005 un aneurisma cerebral estuvo a punto de llevarse a Neil Young por delante, pensamos todos que había llegado finalmente el tiempo del silencio. Que, con el último hombre de la generación que convirtió al rock and roll en la sola poesía viva de nuestro tiempo, iba a venir el final que furiosamente rechazara aquella belicosa consigna de su Rust never sleeps: que el rock era lo único que nunca moriría. Pero no hay nada que no muera. ¿Quién no sabe eso? Hace cuatro años, todos pensamos que el viejo Young iba a llevarse con él el rock a la tumba. Y el viejo Young se rió en nuestras narices con una salvaje carcajada eléctrica. Ésta cuya grabación sale al mercado ahora. Un CD irregular y maravilloso, Fork in the Road, que no es, por supuesto, Weld, porque, para bien, para mal y sobre todo para catastrófico, el tiempo no perdona. Pero, porque como, aun de la catástrofe -sobre todo de la catástrofe-, aquel que sabe aprender extrae las únicas esquirlas de belleza irrenunciables, Fork in the Road destella con instantes de emoción cegadora, casi imposible.
A day in the life, por ejemplo. Imágenes de un directo sobrecogedor por lo que tiene de testamentario. Las gentes de mi edad recuerdan la canción aquella. La compuso John Lennon para cerrar el más crucial de los discos que acotan la historia del rock and roll: el Sgt. PepperŽs lonely hearts club band de 1967. Tuvo problemas. Que hoy darían risa. El tipo que evocaba vida y muerte durante un sueño desde el segundo piso del autobús londinense en el cual fumaba su pitillo, resultó sospechoso. Las emisoras públicas británicas prohibieron su difusión. Pero nada podía impedir que aquella escueta maravilla se trocase en clásico. Intemporal. Neil Young, cuya generosidad para con los colegas ha sido siempre legendaria, lo recoge ahora para dar cierre a un disco que él quizá sabe un testamento. «He tenido hoy un sueño, tío...». Sobre el escenario Young aparece cascado, maltratado por los despiadados años, por la despiadada vida. Ilustración de la lacónica sentencia de Ezra Pound: Time is the evil. Evil. «El tiempo es el mal. El mal». Ilustración de aquel feroz lamento que rugía en Weld: la herrumbre que nunca duerme. Hasta el instante en que el tipo herrumbroso agarra la guitarra y la aporrea, hasta acabar triturándola en amigable homenaje a Hendrix y, en él, a todos los que perecieron. Hasta que el tipo de rostro y cuerpo gangrenado canta, o más bien ruge, con la misma desgarrada perfección de siempre. Y acaba por preguntarse, como aquel tan joven entonces John Winston Lennon, cuántos condenados ataúdes son necesarios para llenar el Albert Hall. Y entonces, sólo entonces, uno tal vez sospecha que algo de nuestras vidas tal vez escape a la muerte.

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