Marsé y el rey desnudo
SE ha quedado corto Marsé: el problema del cine español no es sólo la falta de talento, sino el exceso de autocomplacencia, la pereza subvencionada con que se contempla a sí mismo. Talento hay, minoritario pero suficiente para compensar la mediocridad de su masa crítica: el ramalazo genialoide de Almodóvar, la elegancia sentimental de Coixet, el brío de Díaz Yanes, la intuición narrativa de Amenábar, el clasicismo hathawayano de Garci, el bouquet existencial de Saura, el desgarrado músculo realista de León de Aranoa o de Zambrano. Hay actores de raza, escenógrafos de buen gusto, fotógrafos de prestigio capaces de esculpir con cinceles de luz la inspiración ausente en los guiones. Lo que falta es la conciencia del riesgo que caracteriza al arte; esa determinación emprendedora y creativa que en España desfallece envuelta en la comodidad clientelar de un sistema que paga las películas al margen de su valor en el mercado y, por tanto, acolcha el genio en una molicie garbancera sufragada con los impuestos de los contribuyentes.
La diferencia entre el cine americano, preferido por el público, y el nuestro no reside tanto en la escala presupuestaria como en el empleo del dinero. En las películas de Hollywood, el dinero está delante de las cámaras, al alcance de la vista del espectador; en las españolas está detrás, en los ladrillos de los chalés en la sierra de productores, guionistas y directores. Las subvenciones garantizan de antemano el beneficio industrial y anulan el estímulo competitivo. Para asegurarse ese benéfico maná estatal, las gentes del cine abanderan causas políticas en busca de una pátina de respetabilidad colectiva con la que camuflar su indolencia. Se venden a sí mismas como bienes de Estado, condición autoconcedida cuyo cuestionamiento consideran una inaceptable muestra de hosquedad retrógrada, y se consagran como beneficiarios del socorro ciudadano con la complicidad de una dirigencia política acostumbrada a tejer redes mercenarias. Casi se diría que hacen las películas como una indulgente deferencia graciable hacia la obligación general de sostener su lujosa existencia de chamanes de la cultura.
El resultado es, excepciones al margen, ese conjunto rijoso y gris, esa vulgaridad anodina, esa medianía insustancial que languidece en las carteleras ante la indiferencia de un público obligado a pagarla aunque no la vea. Decepcionado por la insípida adaptación de sus novelas, Marsé ha tronado con displicencia de cascarrabias contra la ausencia de talento de guionistas y directores, rompiendo el tabú complaciente como en el cuento del rey desnudo. Pero el falso traje de este monarca autocoronado encubre las vergüenzas de un sistema pervertido que blinda sus privilegios por el método de aislar, arrinconar o denostar ideológicamente a los disidentes del engaño.
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