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Curro Díaz se trabaja el arte

Curro Díaz se trabaja el arte

El cielo cárdeno, el sirimiri diario de Sevilla, la lluvia entrecortada de esta primavera perezosa, provoca que cada tarde la nueva carpa de un solo cuerpo nos espere extendida para depararnos el ejercicio contemplativo de su recogida ceremoniosa. En la Maestranza, en Sevilla, todo adquiere rango de rito. Una cuadrilla de veinte hombres dobla la inmensa vela como un gran juego sincronizado de papiroflexia. Y en el último tramo, cuando ya se ha hecho un canelón gigante, el empujón definitivo se hace a golpe de riñón, todos a una, como si se elevara un paso a la voz de «al cielo con ella». Cuarenta años después de pisar la luna, en Sevilla hemos descubierto la lona, y a cinco minutos estamos, si la meteorología sigue adversa, de sacar a saludar al tercio a los grumetes.

Nada exagerado sería si el criterio sigue la pauta de la oreja concedida a Curro Díaz, un breve capricho, largo premio para muletazos tan cortos. Dos pases de la firma a la cadera despertaron los oles en los albores de la faena al cuarto, de bonitas hechuras. Díaz, desabrochado el chaleco, el nudo de la pañoleta henchido, la melena al viento, se trabajó el arte. Una tanda que fue de tres en uno, sin soltar la embestida, casi circular triple, con el torero jiennense relajado en la tabla del cuello, despertó un alboroto de los que te afirman en la convicción de que algo te has perdido y no sabes qué. Otro muletazo compuesto en otra serie, y cuando cogió la izquierda, con el mismo planteamiento al hilo y muleta retrasada, el toro se lo llevó puesto en un feo volteretón. Dura caída sobre el cuello, y pudo ser peor si el toro, que no sabía qué había hecho, no se queda mirando a una cuarta del diestro inerte. Volvió a la cara del ya distraído y rajado toro sonado y mareado para terminar con la derecha, desde la pala, la penúltima ronda, que abrochó con pinceladas sabrosas hacia los adentros. Pinchazo, estocada caída y gran celebración.

Por contraste, fue un agravio comparativo el escaso eco levantado por Miguel Abellán. Sólo un par de descabellos enfriaron exageradamente una lidia seria y centrada de principio a fin, desde el saludo con el capote a la verónica, pasando por un quite por chicuelinas de manos bajas, a una faena bien trazada y aderezada de detalles sobre la izquierda. Ése fue el pitón del toro, por donde Abellán se recreó en un circular invertido que se eternizó en un cambio de mano superior. Trescientos sesenta grados de muletazo como los que tuvo la vuelta al ruedo que paseó.

De la corrida de José Luis Pereda-La Dehesilla embistieron los toros que venían para embestir. El tercero, estrecho de sienes, astifino, el más núñez de todos, será de esos toros que mueren ignorados por el gran público. La profundidad que fue adquiriendo, según se calentaba, explotaba cuando César Girón más le bajaba la mano y más en el hocico se la dejaba, lo que no sucedió siempre. Girón quiere torear muy despatarrado, pero tiene problemas graves de colocación y sobre todo de reunión, porque abre mucho la embestida en el enganche y luego para cerrarla surge un movimiento raro, contranatura de la fluidez. Saludó desde el tercio los momentos logrados.

Primero -¡qué mazorcas de buey!-, quinto -hecho cuesta arriba- y sexto -basto y bruto de pechos- vinieron para no embestir. Y no fallaron en su mansedumbre.

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