Bolonia
IMPARTÍ mi primera clase en la universidad sin haber llegado a la treintena. La edad de la mayoría de mis alumnos era muy cercana a la mía (muchos de ellos la sobrepasaban). Teníamos entonces un lenguaje común, parecidas preocupaciones y similar desaliño indumentario. Los estudiantes que asistían a mis cursos de literatura leían con fervor a los clásicos y a los modernos. Eran buenos cinéfilos, con gustos musicales y artísticos asimismo refinados. Casi todos habían elegido la carrera por influencia de entusiastas profesores de bachillerato o tras una larga experiencia como autodidactas, y, desde luego, todos aspiraban a enseñar algún día en institutos o facultades. La vida da muchas vueltas, pero los estudiantes que conocí entonces, en un apreciable número, son hoy docentes e investigadores, y algunos, escritores de reconocido talento. La universidad que estrenábamos carecía de recursos que ahora nos parecen indispensables. No había todavía ordenadores; las aulas del antiguo seminario diocesano que ocupábamos eran inhóspitas; los fondos de la biblioteca, claramente deficitarios. En aquel profesorado predominaban los penenes con sueldos ridículos que, como yo, preparaban sus tesis, pero existía una firme noción de autoridad intelectual, y tanto los profesores en formación como los estudiantes buscaban y elegían a sus maestros entre los escasos catedráticos de prestigio que la recién nacida universidad había conseguido atraerse. Había, en fin, urgencia y pasión por aprender. Éramos conscientes de las carencias de una región secularmente privada de centros de enseñanza superior, y, aun en medio de la terrible violencia de aquellos años en el país vasco, conseguimos preservar de la misma un espacio idóneo para la transmisión del saber.
Fue una época breve e inolvidable. Contra lo que establece el tópico, resultó posible, en condiciones de masificación, e incluso de una cierta horizontalidad y camaradería interestamental, construir una auténtica comunidad universitaria. Los maestros seguían siendo maestros aunque nos fuésemos con ellos de copas. Volvería a aquel tiempo sin pensármelo dos veces, y me sobraría Bolonia o cualquier otra tentativa reformista. Pero no duró mucho, no podía durar. Retrospectivamente, lo veo como un breve oasis en el período culminante de la transición a la democracia. No es el momento de averiguar las causas de su desvanecimiento, ni pienso que analizarlas con detalle cambiaría la situación. Porque el caso es que, a lo largo de los treinta años que siguieron, el deterioro fue constante y atroz. Tengo mi teoría sobre el particular y, aunque me guardaré de exponerla aquí, adelanto que no creo que la universidad pueda soportar altos niveles de institucionalización. Las instituciones complejas tienden a ser destructivas, y cuanto más cerradas, peor. El ordenancismo, la funcionarización, la proliferación endógena de organismos burocráticos ha crecido en paralelo con el progresivo desplome de la enseñanza universitaria. Unas estructuras más flexibles y abiertas, menos institucionales, le habrían permitido adaptarse espontáneamente a los cambios externos. Seguramente, Bolonia no es la panacea. Desconfío, en principio, de las reformas universitarias emprendidas desde los gobiernos, pero, cuando la propia universidad se muestra incapaz de salir por sí misma de un estado agónico, mejor es eso que nada. Por tanto, lejos de compartir las demandas de ralentización del proceso, opino que hay que completarlo cuanto antes y que en este asunto no sirve la vieja y prudente máxima de la superioridad de lo malo conocido.
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