La nostalgia lila
RESULTARÍA conmovedora, de no ser por lo frustrante de su ejecutoria, la pretensión de algunos actores políticos del momento de creer que su futuro está en su pasado. En Sevilla, un puñado de reaccionarios izquierdistas aferrados a la dieta municipal, han dispuesto una cantidad nada desdeñable de euros para celebrar un concierto por la República -la Tercera, se entiende, que no sería más que una reedición nostálgica de la Segunda- en el que celebrar mediante un picnic de litronas unas cuantas algaradas verbales emitidas por un par de sandíos metidos a concejal. Dice un tal García, munícipe sevillano de Izquierda Unida: «No expulsaríamos al Rey, antes al contrario le buscaríamos un trabajito en la construcción». Con semejante altura de discurso es fácil pensar cuál es el modelo republicano auspiciado por elementos políticos de semejante catadura, sujetos que tienen empacho en detraer fondos públicos de mejores y más nobles fines para dedicarlos a barbacoas anticonstitucionales. La nostalgia republicana resulta condenada de antemano al quedar bajo la órbita de discursos baratos y de aspecto etílico: indudablemente, un debate serio sobre la forma de gobierno republicana merece mejor suerte que la de recaer en tales defensores.
Un innegable fetichismo primitivo alumbra muchas de las pretensiones didácticas de los partidarios de instaurar un régimen político en España diferente al que ha permitido la mayor prosperidad conocida en toda la historia de nuestro país. Hay en todos ellos, indudablemente, un exceso de mística. La historia de la Segunda República es la historia de un fracaso absoluto: destruido por sus propios actores, el ensayo político del 31 fue un escenario de radicalismos que renunció desde sus primeros compases a contemplar elegantemente las más elementales reglas del juego democrático. Su deriva, de forma suficientemente contrastada por la Historia, hacia radicalismos pirómanos desordena todos los intentos de recreación de estos amigos de las algaradas asamblearias. La República ni evitó la guerra ni la supo ganar, mitificó a brutos como Líster o Largo Caballero y enterró en la frustración a dignos gestores políticos como Besteiro o Gil Robles -y, si me apuran, al primer Prieto-. Los que hoy reivindican aquel tiempo de teas, lamentablemente, lo hacen aferrándose más a los primeros que a los segundos, y así va a ser difícil que convenzan a una inmensa mayoría de ciudadanos que consideran que la Monarquía Parlamentaria ha brindado el escenario necesario para el progreso de la España autárquica y triste que despertó del franquismo 34 años atrás.
Los vociferantes impulsores de la Tercera República abusan de un indisimulado mesianismo que más les acerca a la caricatura de una secta que a la de pensadores políticos con un mínimo de envergadura. Falta músculo argumental, vengo a decir, que ilusione mínimamente a nadie. La desorientación está servida desde el momento en que los herederos políticos de aquellos que asaltaron la República en el 34 y la condenaron a muerte son los que hoy, de forma más chillona y elementalmente retórica, reclaman su reedición. Abrir nuevas formas de convivencia política ha quedado en manos de gente que quiere avanzar a hombros de algunos cabestros aquí mentados y que han resultado borrosamente difuminados por las diferentes pesadillas ideológicas que han atormentado a la izquierda radical española. Una sociedad intelectualmente saludable no puede arropar el argumentario estólido y simplón en el que, quizá desgraciadamente, se basa la apuesta de los que reclaman el pasado para construir sobre él el devenir. España y sus desafíos son mucho más serios que las bravatas reaccionarias de unos cuantos concejales iluminados con exceso de gerundios en la sangre y mayor abundancia de ditirambos de lo deseable en sus prédicas. Que se lo pasen muy bien en sus fiestas pagadas con el dinero de todos. Pero que procuren retirarse de su rostro político las telarañas si no quieren parecerse a la tercera franja de su bandera: es decir, si no quieren ser unos lilas.
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