Zapatero comienza a notar los primeros zarpazos de una soledad mucho más dura de digerir que la soledad parlamentaria, la soledad mediático-intelectual. La de suyos. La que duele de verdad. La que más daño hace. La que puede profundizar la derrota electoral.

Se ha evidenciado con la crisis de Gobierno, incomprendida y criticada por todos. Por la oposición, por los medios poco afines, pero también, y ésta es la novedad, por los afines. Que, en algunos casos veladamente y en otros abiertamente, han mostrado su sorpresa y su contrariedad por los nombramientos. Sobre todo por los dos más significativos, Salgado y Chaves. Exponentes de las limitaciones de Zapatero, de su soberbia, de su vacuidad y de su debilidad. Y símbolos del fin de su breve carisma.

Cuando Aznar comenzó a sufrir en su segunda legislatura la desafección de algunos de los suyos por lo que consideraban su estilo autoritario y agresivo de gobernar, el ex presidente tenía, sin embargo, dos grandes ventajas sobre el Zapatero actual. Las encuestas, en primer lugar, que, si son favorables, y lo eran, hacen buena y celebrada cualquier decisión, por muy cuestionable que sea. A lo que se sumaba el respeto por las capacidades de Aznar, incluso entre muchos de los que rechazaban sus maneras.

A Zapatero le ocurre que tanto las encuestas como los resultados, Galicia, se le comienzan a torcer. Y que, respecto de sus capacidades, el entusiasmo jamás traspasó los límites de sus más cercanos. Despojado de la magia que le daban los triunfos electorales, quedan opiniones muy parecidas a las que Jospin dedicó a su compañera Royal. Cuando Royal era ya una derrotada, claro está. Convirtió la acción política en el arte de comunicar, cuando no de manipular la comunicación, en detrimento de las ideas y el noble arte de la política, escribió Jospin de Royal, la efímera Zapatera francesa.