«El factor humano»
John Carlin. Traducción de María Luisa Fernández Tapia. Seix Barral. (Barcelona, 2009). 331 páginas

Se despertaba a las 4:30 de la mañana, se vestía, doblaba su pijama y hacía su cama, descubre John Carlin en este sublime monumento al mejor Periodismo que es “El factor humano”, un relato sobre lo milagroso del milagro surafricano, una historia desinhibidoramente positiva que muestra los mejores aspectos del animal humano: un libro con un héroe de carne y hueso, un libro sobre un país cuya mayoría negra debería haber bramado y exigido a gritos la venganza y, sin embargo, siguiendo el ejemplo de Nelson Mandela , concedió al mundo una lección de inteligencia y capacidad de perdonar. Una obra maestra de John Carlin que ilustra el genio político de Mandela , el talento que desplegó al ganarse a negros y blancos, y enterrar el hacha despreciable de la discriminación racial, al sacar a relucir, en palabras de Abraham Lincoln, a “los ángeles buenos” de la naturaleza.
La bendición de Mandela
Y Mandela bendijo de todo corazón esta obra maestra que su amigo John Carlin le había adelantado en el ferragosto de 2001, dos años después de que se retirase de la presidencia surafricana. Apasionado de España, John Carlin (una de las grandes voces de nuestra aldea global periodística, desde que en 1981 comenzara a ejercer este oficio para “Buenos Aires Herald”) le propuso a Mandela, en el salón de su casa de Johannesburgo, construir un libro sobre la pacífica transferencia de poder de la minoría blanca a la mayoría negra en Sudáfrica, el paso del “apartheid” a la democracia, durante un periodo de diez años que arrancaría en 1985 cuando él tuvo el primer contacto con el Gobierno padeciendo aún prisión.
Había sido revolucionario toda su vida, pero ahora era presidente de un gran país, Sudáfrica, y nada ni nadie consiguió que Nelson Mandela resquebrajara los rituales establecidos durante sus veintisiete años de injustísima prisión. Ni en un hotel de lujo, ni en Buckingham Palace ni en la Casa Blanca. Las personas encargadas de atenderle en todo el mundo se quedaban estupefactas al comprobar que el dignatario surafricano ya les había hecho la mitad de su trabajo a las 4:30 de la mañana. Cuando sus ayudantes le informaron al presidente Mandela que la camarera se había quedado molesta, él la invitó a su habitación, le pidió disculpas y le explicó que hacer la cama era como limpiarse los dientes: algo que no podía evitar hacer.
Pero aquel amanecer algo alteró su rutina. En los años cuarenta y cincuenta, cuando era abogado, revolucionario y boxeador aficionado, corría durante una hora antes de que el sol iluminara los pilares de la tierra. Desde su pequeña casa de Soweto hasta Johannesburgo, y vuelta. En 1964 ingresó en prisión en Robben Island, una isla junto a la costa de Ciudad del Cabo, y permaneció en una celda diminuta durante dieciocho años. Allí corría sin moverse del sitio, en esos escasísimos metros cuadrados dándose de bruces con las paredes. En 1982 le trasladaron a una cárcel en tierra firme, junto a otros entrañables amigos suyos y luchadores contra la lacra del “apartheid” en Sudáfrica. Nunca desde el nazismo se había institucionalizado ese hábito deshumanizador de forma tan completa como en Sudáfrica. El propio Mandela describió el “apartheid” como un “genocidio moral”. Sin campos de la muerte, pero con el cruel exterminio del respeto de un pueblo por sí mismo. La incomprensión y la desconfianza que van de la mano del tribalismo congénito de la especie. George Orwell definió ese término como la “costumbre de suponer que a los seres humanos se les puede clasificar como a los insectos, y que es posible aplicar a bloques enteros de millones o decenas de millones de personas la etiqueta de “buenas” o “malas””. Este maravilloso relato del maestro Carlin arranca en la injusticia épica del “apartheid” y culmina en la épica reconciliación del pueblo negro y blanco, blanco y negro.
El factor humano
En 1995, el XV del antílope, Suráfrica o los «Springboks» y el rugby -deporte tradicionalmente practicado hasta entonces por las clases blancas- unió al país y placó el «apartheid» (segregación racial establecida por la minoría blanca, que motivó que la nación africana fuera apartada durante muchos años de las competiciones internacionales). En aquel equipo surafricano jugaba de titular Chester Williams, un explosivo ala negro que anotó cuatro ensayos ante Samoa en cuartos. Una hora antes del encuentro contra Nueva Zelanda, que partía como favorita, el presidente Nelson Mandela llegó al estadio de Johannesburgo, repleto con 72.000 espectadores (sólo el 5% eran negros). Enfundado en la camiseta número 6 del capitán, Pienaar, saludó a los jugadores, y el estadio prorrumpió en un grito unánime: «¡Nel-son, Nel-son!». Pero faltaba el triunfo en un Mundial de rugby, que lo consiguió un judío, Joel Stransky, gracias a un «drop» (lanzamiento con el pie tras dejar botar el balón en el césped y que debe entrar entre los dos palos largos y por encima del corto de una portería de rugby para que sume tres puntos). Fue el «drop» del alma, que unió a negros y a blancos. Y sus sueños.
A Nelson Mandela, el sueño que le mantuvo vivo durante sus veintisiete años de injustísimo cautiverio fue el mismo que el de Martin Luther King Jr: que un día, a la gente de su país se la juzgara no por el color de su piel sino por su carácter. Ese carácter humano, el factor Mandela, le llevaría a recordar sus tiempos pretéritos en la cárcel, cuando por primera vez se había hecho una idea del poder político del deporte. Confesó que había utilizado la Copa del Mundo de Rugby de 1995 como instrumento en el gran objetivo estratégico que Mandela se había propuesto para sus cinco años como primer presidente elegido democráticamente de Sudáfrica: reconciliar a los blancos y los negros y crear las condiciones para una paz duradera en un país que, sólo cinco años antes, cuando él salió de prisión, contenía todos los elementos para una guerra (in)civil. Nelson Mandela le habló a Carlin con respeto de François Pienaar, el rubio y grandullón hijo del “apartheid” que capitaneaba la selección surafricana en la Copa del Mundo de rugby de 1995.
Pero aquel 24 de junio del 95 algo alteró la rutina de Mandela, en pleno invierno del Hemisferio Sur. Se despertó a las 4:30 de la mañana, como siempre, se vistió, hizo la cama, pero entonces, con un comportamiento asombrosamente fuera de lugar en una criatura tan de costumbres como él, rompió la rutina, desvela Carlin. No fue a dar su caminata matutina. Fue al piso de abajo, se sentó en el comedor, y desayunó. Era el día en el que su país iba a enfrentarse a la mejor selección de rugby del mundo, Nueva Zelanda, los temibles y temidos “All Blacks”, en la final de la Copa del Mundo. Sus compatriotas estaban tan nerviosos como él. De los quince jugadores que iban a vestir esa tarde la casaca verde y dorada del XV del antílope todos eran blancos menos uno, el alero Chester Williams. El rugby no era el deporte de la Sudáfrica negra.
Un cuento de hadas
En los 60 minutos que mediaron entre la llegada de Mandela al estadio Ellis Park, donde se disputaría el partido de rugby, y el comienzo del choque a las tres de la tarde, hubo de todo. Primero se cantó una canción, que se llamaba “Shosholoza” –que se traducía a veces como “abrirse paso”, “avanzar”, “viajar deprisa”…-, luego pasó volando un Jumbo y por último se oyó un clamor que conmocionó al mundo. Setenta y dos mil almas rugían. Cinco minutos antes del inicio, Nelson Mandela saltó al césped para dar la mano a los jugadores. Llevaba la gorra y la camiseta verde de los antílopes surafricanos abotonada hasta el cuello. Cuando el público lo vio se quedó en silencio, y entonces empezó a oírse un clamor, primero en voz baja, pero enseguida subiendo en volumen e intensidad. Aún los jugadores no habían saltado al campo. Aquellas setenta y dos mil almas, multitud de blancos, “afrikaners”, gritaban como un solo hombre, como una sola nación: “¡Nel-son! ¡Nel-son! ¡Nel-son!”. Una y otra vez. Aquel gran hombre estaba demostrando que era capaz de perdonar por completo, y la Sudáfrica blanca aficionada al rugby, con aquella reacción -¡Nel-son!- quería devolverle el favor. Fue digno de un cuento de hadas.
Minutos antes, en el vestuario, el capitán François Pienaar estuvo a punto de venirse debajo de emoción tras la visita de Mandela. Acababa de ponerse los vendajes en medio de una enorme tensión por jugar e intentar ganar la Copa del Mundo, y de repente apareció ¡Nel-son!: “No sabía que iba a venir, y todavía menos que iba a llevar la camiseta Springbok surafricana. Dijo “¡Buena suerte!”, se dio la vuelta y vi en la espalda el número 6, que era el mío… -describe Pienaar a Carlin- Los hinchas más apasionados son los que llevan la camiseta de su equipo. Y allí estaba yo viéndole entrar al presidente en el vestuario, vestido como otro hincha más pero con mi camiseta. No hay palabras para describir las emociones que me embargaron”. Luego, sobre el terreno de juego, cuando la banda de música tocó el himno surafricano, “Nkosi Sikelele”, Pienaar no fue capaz de abrir la boca de emoción, y Sean Fitzpatrick, capitán de los “All Blacks” neozelandeses, le miró y compróbó cómo a Pienaar le caía una lágrima por la mejilla. El factor humano.
Sudáfrica, 1; All Blacks, 0, antes de arrancar el partido contra una Nueva Zelanda que contaba con el mejor jugador del mundo, Jonah Lomu, apodado “la locomotora humana” porque allá por donde pasaba no crecía la yerba, amén de dejar sobre el terreno a rivales. Lomu no hacía prisioneros. Comienza la final, y al descanso, el judío surafricano Stransky había chutado a palos con acierto en tres ocasiones mientras que Andrew Mehrtens, el medio apertura de los “All Blacks”, lo había hecho en dos ocasiones. Sudáfrica 9; Nueva Zelanda, 6. Mehrtens igualó en la segunda mitad y por primera vez en una Copa del Mundo había que jugar una prórroga. Mandela estaba increíblemente tenso, sobre el filo de la navaja de Ockam. Con un drop Mehrtens adelantó a Nueva Zelanda (9-12) hasta que Stransky devuelve las tablas antes del descanso de la prórroga: 12-12. Piernas de plomo para los últimos diez minutos, antes de que naciera el “drop” del alma que unió a negros y blancos. Faltaban siete minutos para el final de la Final. Melé, y Pienaar ordena que la delantera (los jugadores que pesan más y tienen más fuerza) surafricana intente atravesar las densas filas “All Blacks” para ensayar. Pero Joel Stransky anula la orden. Pide el balón oval. El mundo a sus pies. Solicitó que la melé girase en una dirección concreta para que pudiera intentar el drop. El cansancio se clavaba como un carnívoro cuchillo en la carne mortal y rosa de los jugadores, pero salió. El cuero oval emergió de la masa humana de la melé y Joost van der Westhuizen, el medio melé, el nexo entre los delanteros y los tres cuartos, pasó el balón a Stransky, que dispone de treinta segundos para preparar su lanzamiento. Era el momento más importante de su vida, y de las vidas de muchas otras personas. La presión mental, la enorme responsabilidad y la dificultad física de dejar caer el oval esférico e impactarlo limpiamente con el pie en cuanto toca el suelo, de forma que vuele alto y directo, a sabiendas de que dos o tres gigantes se dirigen hacia ti con ganas de asesinarte… Stransky recibió limpiamente el balón y ejecutó un chut perfecto. El cuero oval mantuvo su trayectoria. Giró como debía, sin desviarse. Era un golpe demasiado bueno para fallar. 15-12 y triunfo surafricano. Como Nelson Mandela, el factor humano, un presidente demasiado bueno que consiguió la reconciliación de negros y blancos. Un maravilloso cuento de hadas hecho realidad.
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