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Chiringuitos

Conozco un chiringuito al final de una playa cuyo tejado está atravesado por el tronco de un pino, tal es su respeto a la Naturaleza; y sin embargo está ahora, como tantos otros, llamado a desaparecer por la Ley de Costas.

Todo en este chiringuito del pino es elegancia, en las formas y en la comida, porque aunque los manteles sean de papel, la atención es excelente, y el vino blanco se sirve helado en copas grandes de cristal y las acedías fritas como es debido. A veces, cuando hay nécoras, las dan grandes como una mano y no creo que haya una ensaladilla rusa en el mundo mejor que la del chiringuito del pino, con más atún que mahonesa. Una parte vuela en terraza sobre la arena, que es de una blancura infinita, como hecha con el periostraco de las ostras y las vieiras. Eso proporciona un brillo que ciega y al agua un azul muy claro que se verdea según sigue la línea de la costa, al reflejar el verdín de las rocas y el verde de los robles, donde cantan los ruiseñores como si no viniera a dar su canto a la orilla de la playa. Desde el chiringuito, a su sombra, todo es resplandor de azul, verde y blanco. Y resulta incongruente que se cierre para proteger el arenal mientras se consiente a los ayuntamientos que utilicen maquinaria pesada para limpiar cada día un ecosistema tan delicado como la playa.

Además, si hay algo que habría que regular seriamente en los chiringuitos es, a mi parecer, la vestimenta, por la falta de respeto al paisaje, a los demás y a sí mismos, al sentarse a la mesa en bikini las señoras, sin camisa los señores, y comer como fieras.

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