La moda del «decapiting»
NUNCA había estado la prensa tan interesante y tan llena de intriga. Yo creo que debe de ser por influencia de Stieg Larsson y su descubrimiento de «Millenium», esa revista 10 en la que todos son profesionales, desde los dueños hasta el enano que hay dentro de la máquina del café. De todos modos, «El hombre que no amaba a las mujeres» y «La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina», las dos novelas de Larsson que se sirven como tapa para las cañas en los bares de la ciudad, proporcionan mucho menos misterio que nuestra propia profesión; al menos, desde que se ha puesto de moda el «decapiting», un juego morboso entre la prensa competente, o así.
El «decapiting», mal que nos pese a la purria, tiene su gracia: consiste en coger un manojo de juntaletras, de tipos ya grisáceos y revenidos por los millares de artículos escritos, firmados y sellados con su prescindible nombre, sobre los cuales pasará a cierta altura una guadaña manejada por un señor con un traje de tres mil euros, y ver cuántas cabezas caen y cuántos botes dan en el suelo.
No diría yo que el «decapiting» es el deporte más de moda entre la gente guapa, pero en los últimos días han rodado por el suelo algunas de las mejores cabezas de unos cuantos periódicos que no suelo comprar, pero sí leer. En Barcelona, donde nunca hubo gran tradición en escabechar el pescado, la escabechina ha sido tremenda y sólo superada en impacto visual por esa matanza de focas que los canadienses perpetraron días atrás: las focas caían como periodistas, y los periodistas, como focas.
El «decapiting», aunque es sumamente divertido y está trufado de suspense y de expectación, tiene también algunos inconvenientes: ciertas dosis de grosería y el impertinente riesgo de salpicar de sangre e inmundicia la pureza de cualquier traje, incluidos los caros... ¡Bonita manera de empezar la fiesta, con un traje hisopado de restos y bofes!... Por no hablar del inconveniente que supone el rodearse de cabezas sin cuerpo y de cuerpos sin cabeza. Habrá que ver, en los próximos días, si esos periódicos que nunca compro se dejan siquiera leer, ahora que algunos de los que mejor los escribían están en la lógica operación de reunir cabeza y cuerpo.
Leer a Santiago Fontdevila o a Lluís Bonet (por poner dos del ramo, teatro y cine) en La Vanguardia era, hasta ayer mismo, una obligación en Barcelona, y parece ser que a partir de ahora será un milagro, o un lujo. No sé. Es evidente que vivimos en un mundo en el que hay que doblegarse ante eso que está dentro del traje, pero tal vez no falte mucho para que nos percatemos de que quien realmente ha perdido la cabeza no es la víctima del «decapiting» sino los que le dejan la guadaña al fulano de turno. Claro que si lo habremos de ver desde el suelo, y al tercer bote, ya no tendrá la misma gracia. Ja.
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