Un almodóvar para hipertensos: poca sal
Cualquier espectador se sabe de corrillo las cualidades que han cimentado el cine de Almodóvar: frescura, descaro, inventiva, provocación, intensidad, sentido del humor, irreverencia, ligereza... En fin, la obra de un joven autodidacta, sin complejos y que no se entretiene en búsquedas sino en lo que va encontrando, en lo que absorbe, pues la mayor de sus cualidades siempre fue la de comportarse como una capa fotosensible y recoger el flashazo de la actualidad.
El tiempo le ha dado peso y poso al cine de Almodóvar, pero le ha quitado algunas de esas otras cualidades mencionadas; Almodóvar ya no es, obviamente, un joven provocador, ni tampoco un autodidacta, pues ha decidido cultivarse, al menos en lo fílmico, tal vez con la esperanza de afianzar su carácter de autor. Sí, es más autor, pero a costa de la frescura, la inventiva, la ligereza, el humor... Aunque esto, se le nota más en unas películas que en otras. En «Volver», la intensidad, la verdad, la fibra y la «chispa» hacían olvidar cualquier ausencia de sus cimientos y cualidades; en «Los abrazos rotos» da un salto hacia atrás, hasta conectarse con «La mala educación», donde el simulacro y la afectación ocupaban el lugar que deberían haber ocupado sus virtudes.
«Los abrazos rotos» es una película impostada, a la que se le van pegando según llegan los plumajes del género (melodrama, intriga, comedia, thriller...) y las obsesiones de su autor, más pendiente de que no se le caiga el puzzle que de que le llegue al espectador con la intensidad emocional que debiera. Es, contra toda lógica, una película fría, a pesar de que lleva dentro un argumento hirviente y una idea volcánica: el amor fosilizado eternamente.
Pero es fría porque se le ven las costuras, el cálculo, el esfuerzo del director por ser autor, por que asome en cada rincón el zumo de su cinefilia, por llenar su película en vez de vaciársela al espectador. Justo lo que el mejor Almodóvar siempre hizo: darle al público con su película en la cara. «Los abrazos rotos», se supone, hay que degustarla.
El argumento está ligeramente «arriagado» y se entrelazan tiempos y emociones muy a la moda: podría ser la historia de un guionista ciego que fue director de cine y vivió una historia de amor que terminó de modo abrupto; o también podría ser la historia de una joven que se lía con un tipo demasiado poderoso y que se enamora de ella de un modo insano... O un amasijo de ambas, con sus reflejos, intrahistorias y puñetitas almodovarianas, algunas geniales y otras de hacerse cruces (los «momentos discoteca» son, además de inútiles argumentalmente, malos de solemnidad). Aunque hay otros de esos momentos de fuera de la película que son los que mejor funcionan en su interior, como el de Lola Dueñas y, en especial, ése en el que aparece Carmen Machi, y que es el único instante que enlaza al autor Almodóvar con el joven provocador Almodóvar.
Habría que subrayar como insólito el hecho de que su mejor personaje sea, en esta ocasión, el masculino, el que interpreta Lluís Homar, más rico y complejo que el de ella (Penélope Cruz está, sí, reluciente). La complejidad del de Blanca Portillo se revela en una escena, pero hubiera dado para una gran película.
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