Periodistas
LA entrega, ayer, del Premio de la Tolerancia de la Comunidad Autónoma madrileña a Reporteros Sin Fronteras me forzó a releer una anotación del diario de Baudelaire en 1859: «Es imposible recorrer una gaceta cualquiera, de da igual cuál día, cuál mes o cuál año, sin tropezar en cada línea con los signos de la perversidad humana más espantosa, al mismo tiempo que con las exhibiciones más sorprendentes de probidad, de bondad, de caridad y las más cínicas afirmaciones en cuanto concierne al progreso y a la civilización. Todo diario, desde la primera a la última línea, no es sino un tejido de horrores. Guerras, crímenes, robos, impudicias, crímenes principescos, crímenes nacionales, crímenes privados, una embriaguez de atrocidad universal. Y con tan repugnante aperitivo acompaña su desayuno cada mañana el hombre civilizado». Sobre la pantalla en mosaico de mi Macbook, doce primeras paginas de periódicos ratifican milimétricamente el diagnóstico baudelairiano. Y no sé si la náusea que me sacude es cosa de la demasiada cafeína o sobredosis de realidad. Pero es cierto que «todo, en este mundo, exuda crimen». Y que tampoco yo entiendo «que una mano pura pueda tocar un periódico sin una convulsión de asco».
Pero es preciso tocarlo. Si es que aún algo nos queda de la áspera melancolía de ser hombres. Un paseo por la web de Reporteros Sin Fronteras es un viaje sin retorno a los infiernos. No hay horror del cual allí no se haya alzado la constancia. Ni técnica de destrucción anímica de la cual no hayan hecho afinada relojería los predadores de la libertad que ejercen su oficio en los dos tercios del planeta. Es preciso acercarse a esta escritura efímera del periodismo: exasperada variación sobre el postulado platónico que sabe que escribir es dibujar sobre las aguas. Quizá, sin más, porque lo efímero es lo nuestro: aquello en cuyo vértigo cada gesto de un hombre cobra la envergadura irremediable de una apuesta moral. Y porque, sobre el periodista que escribe en el fulgor arriesgado del instante, planea la responsabilidad más alta: abrir los ojos ante todo lo que duele. O bien cerrarlos. Por miedo o complacencia: cerrarlos. Y en esa infinitesimal alternativa, que decide la vida de un hombre, se juega el mayor honor o la indignidad más grande. No es fácil vivir teniendo que dar así cuenta cada día del mundo y de nosotros, que del mundo hemos de hacer relato. Y que hemos de arrancar en cada línea la verdad al olvido. Arrancarla. De eso habla la tarea que Reporteros Sin Fronteras ha puesto sobre la escena del periodismo: no olvidar. No olvidar la diaria constricción que ETA en España, y otros como ETA en tantos otros sitios, hace pesar sobre todo el que escribe. No olvidar la ferocidad de regímenes que, como el de Castro, hicieron de un país entero una mazmorra. No olvidar la mayor cárcel del mundo: China; aunque tanto interés económico exija que sea olvidada. No olvidar que un Caudillo en Venezuela puede reducir, en muy pocos meses, la libertad de expresión a ceniza. No olvidar los fanatismos homicidas que, del Afganistán o el Paquistán talibanes a la teocracia alucinada de Teherán, truecan el mundo en un monótono infierno... No olvidar, en suma, que la libertad es frágil. Ni siquiera supimos prever a tiempo hasta qué punto frágil.
Corren tiempos malos. En tiempos así, ¿quién no desearía cerrar los ojos, no ver, no saber, naufragar resignadamente en la calma? Y, aun en tiempos como estos, quedan hombres extraños que tratan de decir lo que sucede. Tarea elemental en que se juega esa cosa intangible: la desasosegada dignidad de ser un hombre. Apenas nada.
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