Abortar la crisis
NO es la primera vez que, éste que lo es, un servidor de ustedes recurre al magisterio de Jonathan Swift para intentar poner en solfa las quisicosas del presente. Mixtura de político y de hombre de iglesia, el pastor anglicano era un gigante de la sátira y un panfletario excelso. Uno de aquellos genios que empleaban, como recado de escribir, vitriolo y escalpelo. Lo ameno, sin embargo, prevaleció sobre el veneno; el alquimista arrumbó al dinamitero. Cuando hace la relación de los viajes del doctor Gulliver y sus pasmosas peripecias en los confines del planeta, Swift enmascara el discurso moral con una trepidante exhibición de ingenio. Construye una novela de aventuras mientras airea sin rebozo la podredumbre de su época. Le saca los colores al conformismo hipócrita, a las prosapias de alquiler, a los prestigios de estraperlo. Ríe por no llorar y porque la risa ofende. Igual da, a ese respecto, tres siglos de más o tres centurias menos: estamos en las mismas y aramos todavía con idénticos bueyes. Los mezquinos prosperan, los necios sientan cátedra, los arribistas medran. Y así, sucesivamente.
Se ha dicho alguna vez que los autores clásicos son la sublimación de lo moderno. En el caso de Jonathan Swift, la sentencia es cabal de la cruz a la fecha. Gracias a él y a su esclarecedor criterio, es posible afirmar, con absoluta convicción, sin dar ningún cuartel al titubeo, que el frenesí abortista de la ministra Aído constituye una especie de solución final a la agonía financiera del gobierno. El método («mutatis mutandi», por supuesto, y sin querer menoscabar a los liliputienses y a las liliputiensas) es sustancialmente idéntico al que Swift desgranó en un excepcional libelo dirigido a las autoridades de Inglaterra. En «Una Modesta Proposición» (a fin de prevenir que los niños de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o el país y generen beneficios y riqueza) detalla con minuciosa precisión e inapelables argumentos que la mejor manera de solventar la plaga de chiquillos hambrientos, bastardos lacrimosos y desconsolados huérfanos era que, tras cumplir un año, fueran sacrificados en el matadero. «Me han asegurado -afirma, retorciéndole el gaznate al humor negro- que una criatura sin defectos es un plato exquisito y admite cualquier receta. En estofado, al horno, en fricasé, en ragout... Los paladares exigentes no le pondrán ni un pero».
Es obvio que doña Bibiana Aído no es una antropófaga ni muchísimo menos. No es menos cierto que al diccionario, en ocasiones, le mete unos viajes que tiembla el misterio, aunque de ahí no pasa: de la ignara insolencia. Y puesto que lo corriente, ahora, es comerse la lengua son pecadillos leves, naderías y cuentos. Lo que es una enormidad, por el contrario, es echar cuentas, siquiera sea a bulto y a ojo de mal cubero, del alivio que experimentan las cuentas del Estado con cada «nasciturus» al que le dan boleta. Ni cheques bebés, ni guarderías, ni fracaso escolar, ni atención médica, ni pisos protegidos, ni seguro de paro, ni ley de dependencia, ni eternos jubilados, ni viajes del Inserso... Ni eutanasia, ya puestos. ¿Cuánto supone ese descomunal recorte en el conjunto de los presupuestos? Una barbaridad, una brutalidad, una bestialidad, expresado con sorna verbenera.
Hay que abortar la crisis ocurra lo que ocurra, caiga quién caiga y le pese a quién le pese. Y a la pobre Aído, encima, la tacharán de carnicera.
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