Suscribete a
ABC Premium

Ghiribizzi

«CONOCER tiempos y circunstancias; ajustarse a ellos». El joven secretario de la Señoría florentina que da esa definición de la política en 1506 tiene, a sus 37 años, demasiada experiencia ya de lo que son las prácticas del poder como para tomarse en serio su matemática fórmula. La cual, no por azar, emerge en una carta ferozmente burlesca que Nicolás Maquiavelo encabeza como ghiribizzi: que en lenguaje coloquial vale decir pitorreo, choteo o desbarre. Acorde con el proverbial sarcasmo epistolar del florentino: «Si alguien viera nuestras cartas, quedaría estupefacto, porque primero pensaría que somos hombres serios, interesados en los asuntos importantes, y que nuestro pecho sólo alberga pensamientos honestos y elevados. Pero después, dando vuelta al folio, le parecería que somos ligeros, inconstantes, lascivos, y entregados a las cosas vanas». Y no, no hay político que se ajuste a la norma de diseccionar en frío las determinaciones históricas. «Si existiese alguien tan sabio» -ironiza el joven diplomático- como para ajustarse con rigor a esa cautela, entonces sí que «sería cierto aquello del sabio capaz de dominar las estrellas y los hados». Y no lo es: no hay magos. Ni sabios en política: alguien que lo fuese, se dedicaría a otra cosa; la política es menester de listillos y pícaros; nunca de sabios. ¿Su actuación? Risible, más que nada: «cada cual se gobierna, al cabo, según su particular carácter e imaginación». Y se estrella. Y estrella a cuantos en él confiaron. Y el azar se despepita de esos pobres tipos, a los cuales «la Fortuna tiene siempre bajo su yugo». No pequemos, pues, de ingenuos. Uno es lo que la razón dicta; otro, lo que harán los políticos. Ambos se excluyen.

Todas las determinaciones están hoy dadas en España para abrir un período constituyente. La Constitución del 78 hace mucho que dejó de serlo: si es que nos tomamos en serio la ortodoxia constitucionalista, que desde Siey_s sabe cómo una Constitución que no opera idéntica en todo el territorio nacional, podrá ser cualquier cosa -incluso funcional o práctica-; pero no una Constitución. ¿Alguien recuerda cuándo ha estado la de 1978 vigente en las provincias vascas? ¿O cuándo se empezó a gestar la erosión que pule un estatuto catalán asentado sobre la suposición de un sujeto constituyente propio? En rigor académico, la Constitución no existe. Queda por establecer si, en ese mismo rigor básico, existió alguna vez. Las últimas elecciones vascas marcan un vuelco. Lo marca aún más la depresión económica. Todos, sin excepción, sabemos que el Estado tiene un pie en la bancarrota. Y que el inmenso despilfarro de dinero público generado por la reduplicación administrativa, a cuyo abrigo se tejió la red de corrupción y clientelismo autonómicos, es hoy insostenible: se acabó el dinero; se acabó la mascarada. Todos sabemos lo que se avecina en las provincias vascas. Las últimas palabras de Ibarreche -seguiremos mandando en Euskadi, con gobierno o sin gobierno- son el mejor dibujo de aquello en lo cual treinta años de PNV mutaron a su feudo: un territorio fuera de ley y garantía. Y todos percibimos el envite: o bien se constituye una nueva red legal idéntica para todos, o bien será el PNV quien pase a constituir su nación propia.

PP y PSOE acumulan, en España, más del 80 por ciento de los votos. Ninguna dificultad existe para que, mediante un gobierno de consenso, den sepultura a lo muerto que amenaza con pudrirnos. Y aborden lo racional: una Constitución que borre el desbarajuste de un país sin Estado único, sin ley única, sin única ciudadanía. Es eso o el abismo. Será el abismo, claro. Ghiribizzi.

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación