La lágrimas de Churchill
Cuando el 13 de mayo de 1940 Churchill entró en la Cámara de los Comunes no despertó mucho entusiasmo, fundamentalmente entre los representantes de su partido, que seguían prefiriendo al dimitido Neville Chamberlain. Los pocos vítores que se escucharon venían de los bancos laboristas. Su discurso, para presentar un Gobierno de unidad, incluye una de las frases más famosas de la historia parlamentaria: «No tengo nada que ofrecer, salvo sangre, sudor y lágrimas». La situación era ya dramática. Chamberlain —«el líder elegido», según la fórmula acuñada por los adversarios de Churchill—, después de meses constatando la inutilidad del apaciguamiento y la invasión de Polonia, había declarado la guerra en septiembre de 1939 y su Gobierno era incapaz de frenar los avances de Hitler. Ese día había comenzado la invasión de Holanda, Bélgica y Luxemburgo.
Las lágrimas que ofrecía las había derramado el propio Churchill un par de días antes, al volver del palacio de Buckingham, en donde el rey, media hora después de la dimisión de Chamberlain, le había encargado formar Gobierno. Escribió que toda su vida había sido una preparación para aquel momento, pero se le saltaron las lágrimas en el mismo coche y dijo a su guardaespaldas que sólo Dios sabía la tarea que en aquel momento le correspondía. «Ojalá hubiese obtenido el cargo en otras circunstancias», le dijo el veterano policía.
El episodio contiene enseñanzas para el presente. Evidentemente, no estamos en guerra, la sangre no tiene por qué derramarse, la amenaza y el peligro que se cernían sobre la democracia y las libertades en Europa no tiene la dimensión de las belicosas y totalitarias empresas nazis. Pero tampoco se puede negar que estemos en un momento crítico en el que los gravísimos problemas económicos, que se mezclan con otros institucionales, se presentan como algo dilatado en el tiempo y que afecta a muchas familias y empresas como nunca antes. Sin exageraciones, parece que sudor y lágrimas serán, en muchos casos son ya, parte inevitable de nuestro futuro inmediato. La primera enseñanza son las lágrimas de Churchill, la concepción del poder como una seria responsabilidad que debe ser compartida en algunos momentos especiales. En España, hoy, nos falta, y se sustituye por la reiterada manifestación de un vano optimismo (por nuestra supuesta situación precedente y por la hipotética salvación que se espera del contexto exterior) en la que cada vez creen menos. Entender el poder como un aval personal o partidario, que alegra por considerarse por encima de los demás (de ahí las sonrisas con las que se recuerda al adversario que perdió las elecciones), implica una grave resistencia política a la seria concertación que se precisa y sin la cual son imposibles las grandes reformas.
No requiere menos atención esta necesidad de pactos de altura porque no se trata ahora de debatir como en un aula escolar quién tenía más razón, sobre todo si es para zaherir al contrario, sino de analizar cómo se puede llegar a una razonable política nacional que impida las extravagancias y conduzca al país por la senda de las soluciones, aunque estas exijan esfuerzo y tiempo, sudor y lágrimas. Churchill presentó el día del discurso un Gobierno de unidad y jamás desde ese momento hizo crítica alguna de Chamberlain, quien había sido su antecesor y adversario denodado. Como hicieron los laboristas, éste colaboró con el nuevo primer ministro mucho más abiertamente que otro apaciguador, Halifax, que formaba parte del Gabinete. Se trataba de trabajar juntos, no de arbitrar venganzas o crear oportunidades electorales para el futuro.
John Lukacs, prestigioso historiador del periodo, señala un elemento psicológico interesante. O, incluso más que psicológico, de conocimiento del sentir ciudadano y de las posibilidades políticas de la sinceridad. La diferencia entre Chamberlain, ya convencido de que su buena voluntad con Alemania había sido un fracaso, y Churchill, que veía cumplidos sus viejos malos presagios, no era sólo esta, sino que el primero temía los efectos en la opinión pública de las malas noticias acerca de lo que estaba ocurriendo en Europa, de lo que Hitler pretendía y de lo que debía hacer el Reino Unido.
Confiaba en la inteligencia de la gente, tantas veces rebajada por los políticos, y en que entenderían lo peor si se les hacía partícipes de un proyecto serio. Convendría tenerlo en cuenta aquí, ya que lo contrario no ha funcionado.
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