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Hasta aquí llegó el mar

HABLEMOS de lo más urgente. Hemos entrado en fase ingobernable. Desde Madrid, el Gobierno central alcanza apenas a retener unas cuantas atribuciones básicas. La red difusa del poder político ha ido siendo transferida a potestades locales: verdaderos Estados dentro del Estado. Por eso es hoy tan traumático desalojar al PNV de su privado Régimen. Sólo por eso. El Estado de las Autonomías pudo parecer, al principio, un vago adorno que redujera el sentimiento de ofensa experimentado por la inmensa mayoría ante el falaz concepto de «nacionalidad histórica». Se fue cristalizando en algo incompatible con la compleja maquinaria de una administración moderna. Y carísimo.

Cada Comunidad Autónoma acabó por ser una copia a escala del Estado. Con sus tres poderes. Tan escasamente independientes, eso sí, como en la Administración Central. Ejecutivo y legislativo, desde el primer momento; sin que acabara de quedar nunca claro cuáles eran las fronteras entre Gobiernos y Parlamentos autónomos y nacionales. También el poder judicial fue troceado, en un inquietante modelo que hace desigual, de hecho, la aplicación de la justicia en función de criterios geográficos o lingüísticos. Todo aquel que recuerde cómo el paso, en el último decenio del siglo XIX, a las sociedades democráticas se asentó específicamente sobre la unificación del sujeto de derecho sabe hasta qué punto retroceder en eso mata la condición ciudadana. Hoy, al cabo de treinta años de Constitución, hemos tocado fondo: la lengua nacional lo es sólo en una fracción cada vez más limitada del territorio; la instrucción pública se ha trocado en artefacto configurador de irrisorias ficciones mitológicas locales, y los escolares, así, aprenden más o menos los ríos y prados del terruño, las leyendas y los relatos domésticos, la historia que queda sólo de su lado de la colina, la literatura de un benévolo puñado de celebridades locales... Todo lo universal es barrido, bajo el alucinatorio epíteto de «fascista», por parte de quienes olvidan que el fascismo fue, en lo mitológico, un fantástico potenciador de los localismos frente a la «decadente» universalidad cosmopolita.

No es sostenible. Hace mucho que dejó de serlo. Pero, al menos, la ruina económica en la cual hemos entrado -y que difícilmente nos dejará en bastantes años- nos ha puesto brutalmente ante su coste imposible: no es pensable continuar despilfarrando así, cuando ya no hay un céntimo, cuando ya sólo hay deudas en las arcas públicas, las cuales no son, a fin de cuentas, más que la prolongación de nuestros bolsillos. Un Estado mínimamente racional no puede multiplicar las administraciones. Sencillamente, y sin entrar en solemnes principios, porque toda administración moderna cuesta muchísimo dinero. Y porque, para reduplicarla, no hay país lo bastante rico. El problema no son los parásitos y sinvergüenzas que, a título personal, florecen en todas las sociedades políticamente complejas. Para ellos están los tribunales de justicia. Si funcionan. El problema es la disparatada cantidad de nuestros impuestos que se pierde en multiplicar gobiernos, parlamentos, administraciones, que, en el mejor de los casos, solapan sus funciones; que, en el peor, las suplantan; que, en la inmensa mayoría de ellos, sencillamente no sirven para nada, salvo para hacer un poco más ricos a unos cuantos y universalmente más pobre al resto.

Hasta aquí llegó el mar. Esto ya ni funciona ni cabe apaño alguno para que lo parezca. El Estado de las Autonomías es hoy incompatible con la supervivencia. Material. Sin más retórica. El ciclo constitucional se está cerrando.

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