Peor, imposible
MARIANO Fernández Bermejo ha tenido el buen sentido de presentar la dimisión como miembro del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Lo ha hecho, eso sí, de manera grandilona y ruidosa, como corresponde a su carácter, y sin que corra el tiempo suficiente para la amortización de los 250.000 euros que invirtió, con cargo al Presupuesto, en la reforma y señorial acondicionamiento de la residencia oficial que viene ocupando. Salvo algún familiar cercano y, quizás, algún vecino de Arenas de San Pedro, su pueblo natal, no serán muchos quienes lamenten la ausencia en el Consejo de Ministros de tan singular y hosco personaje, que seguirá ocupando plaza de diputado cunero en el Congreso.
Con la rapidez de reflejos que le es propia, Zapatero desautorizó en un instante la hipótesis de acompañar el relevo del ministro saliente con una remodelación más amplia -¡tan necesaria!- de su equipo. El nombre de su sustituto, Francisco Caamaño, hasta ahora secretario de Estado de Asuntos Constitucionales y Parlamentarios -un hombre de María Teresa Fernández de la Vega, como Bermejo-, ya salió en los telediarios de ayer a mediodía.
El espectáculo de prepotencia y altanería, de zafiedad y mala educación, que el saliente Bermejo nos ha ofrecido en las últimas semanas, unas veces en solitario y otras en compañía de Baltasar Garzón -de quien cabe celebrar su restablecimiento-, quedará en los anales de un modo indeseable de ejercer el poder y hacer política que, basado en el desprecio al adversario y sostenido por un sentido de superioridad frente a la ciudadanía, no es raro en el zapaterismo; pero que, hasta ahora, había sido utilizado con notas de astucia y talento, como en el caso de Alfredo Pérez Rubalcaba.
En esta ocasión, a la vista de los muchos y graves problemas que afligen a la Justicia, a su praxis procesal y a sus servidores, no cabe la aplicación del refranero. El perro y la rabia, en esto, son cosas diferentes. Las demandas que llevaron a los jueces a la huelga no han caducado y la realidad que las inspiró sigue intacta. Quizás ahora, con la prudencia propia del recién llegado, Caamaño pueda entender que lo razonable en asunto tan delicado, y esencial para la naturaleza del Estado, sería consensuar con la oposición y negociar con los jueces el diseño de un futuro que, por mal que resulte, mejorará el que hoy padecemos. Peor, imposible.
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