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Liberales (2)

INSISTO. Leer a Benedetto Croce resulta una actividad fecunda y hasta divertida, en medio de la granizada que está cayendo, sobre el PP, desde la prensa orgánica y la Audiencia Nacional. Lo malo es que no hay forma de encontrarlo en las librerías españolas. Así que a lo mejor preparo, cualquier día de éstos, una antología de mi colección de La Critica (se escribe así en italiano, sin tilde), rareza bibliográfica que, en su día, me costó un congo, el mejor empleado a lo largo de mi vida de penuria.

Croce acertó en su interpretación del fascismo como continuación del socialismo por otros medios, intuición apoyada en Clausewitz, que el marxismo académico trató de contrarrestar, oponiéndole la curiosa teoría del fascismo como desarrollo del liberalismo (fue la tesis oficial de los partidos estalinistas, que todavía hoy sigue defendiendo Emilio Gentile, con cierto éxito entre la izquierda universitaria). Creo que fue Daniel Bell, aunque puede que me equivoque, quien, a la observación de algún progre europeo acerca de la frecuencia con que el fascismo planeaba por encima de los Estados Unidos, replicó graciosa y raudamente: «Planear, lo que se dice planear, es posible. Pero siempre toma tierra en Europa». Y es que donde no había socialismo no prendió el fascismo, aunque existiera, como en Estados Unidos, una izquierda anarquista y un sindicalismo combativo. A partir de esa comprobación, cabían dos hipótesis: que el fascismo fuera el resultado de una radicalización defensiva del liberalismo -o de la burguesía- frente al bolchevismo, como querían los comunistas, o que hubiera surgido de un desdoblamiento del socialismo, también por reacción, en buena parte mimética, a la bolchevización de amplios sectores de los propios partidos socialistas. Esto último es lo que pensaba Croce, porque era justamente lo que había pasado con Mussolini delante de sus narices. Y Croce podría ser todo lo idealista que se quiera, pero fue también el mejor historiador italiano de su tiempo.

Incluso los comunistas suscribieron esta evidencia histórica hasta la adopción tardía de la estrategia de los frentes populares, improvisada cuando ya los partidos fascistas de Alemania e Italia habían encuadrado a la mayor parte de los obreros de sus respectivos países (en España y Francia, la estrategia frentepopulista consiguió convertir muy pronto a los liberales en fascistas, quod erat demonstrandum). A toro pasado, Pasolini fue lo bastante perspicaz para advertir en el movimiento de mayo del sesenta y ocho un aire de familia con la primera fase de los fascismos. Pero es que Pasolini se había aprendido de memoria a Gramsci, que, a su vez, había dedicado sus largos ocios carcelarios a la lectura de Croce y de otros autores hoy olvidados, como Toffanin, de los que tomó la idea de la pésima recepción de Maquiavelo en la modernidad italiana, que lo habría leído a través del filtro del tacitismo. En España, apenas se leyó al florentino, y lo que predominó, como es sabido, fue un tacitismo independiente, que permitía someter oficialmente la política a la moral mientras se cometían todas las tropelías y desmanes que hicieran falta para gobernar el imperio. Del Maquiavelo sin filtros surge lo mejor del liberalismo, incluso en sus versiones más recientes, como el liberalismo «trágico» de Isaiah Berlin, que no es más que una nota a pie de página a Il Principe (así, sin tilde). De la tradición del tacitismo vienen otras cosas, ya sea el fascismo puro y duro, según Croce, o las nuevas formas totalitarias de progresismo que apelan a la moralina edulcorada.

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