De Azara
Darwin es uno de esos personajes que cuanto más te acercas a él, menos te gusta.
Es curioso porque en una de las jornadas que se han celebrado este año en su memoria, era eso precisamente lo que me pareció que flotaba en el aire, un sutil rechazo, una suerte de secreto convencimiento, el cual sería una temeridad expresar en público.
El profesor y académico José Manuel Sánchez Ron, aun alabando con claridad su figura, definió muy bien a Darwin como alguien que era grande porque había sabido subirse a hombros de gigantes, a diferencia de Einstein y de Newton, que fueron genios originales sin subirse a hombros de nadie.
Mientras le escuchaba, venía yo barruntando unos versos que, ahora leo, eran de Lorca: «Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman, / he dejado de ver tu barba llena de mariposas» porque, con una barba como hecha de mariposas Apolo, tengo en mi casa un retrato de Darwin, apoyado sobre una columna con una enredadera que quizás define la manera que tuvo de trabajar encaramándose al tronco del saber de otros.
En lo de robar un cacahuete al de al lado, es donde resulta irrefutable que estamos emparentados con los simios. Que yo haya leído, la evolución no la nombra Darwin en «El origen de las especies» y sí, con Wallace, la selección natural. Y hasta en sus opiniones más originales a partir de la selección artificial con los animales domésticos, un naturalista español, del que Darwin fue gran lector, las apuntó antes que él.
Por eso hoy, entre tanto fasto por el bicentenario del nacimiento de Darwin, reclamo el cacahuete para Azara. Y digo: Félix de Azara: ¡cuánto me gustas cuanto más te conozco!
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