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ABC Cultural

El Prado, en carne viva

El Prado, en carne viva

Un hombre admira el tríptico «Tres figuras en una habitación», de Bacon, préstamo del Pompidou

POR NATIVIDAD PULIDO

FOTOS: IGNACIO GIL

MADRID. Si metemos en la trituradora el «Retrato del Papa Inocencio X», de Velázquez; «La masacre de los inocentes», de Poussin; «El acorazado Potemkin», de Eisenstein; «Un perro andaluz», de Buñuel; las Crucifixiones de Cimabue y Grünewald, las fotografías de hombres luchando de Muybridge; «La Orestiada», de Esquilo; el «Macbeth», de Shakespeare... el resultado sería, probablemente, un cuadro de Francis Bacon. Y hasta 78 de ellos se han reunido en el Museo del Prado en una exposición muy emotiva, que supone la última visita del artista (esta vez póstuma y en el centenario de su nacimiento) al museo que tanto visitó y amó.

Su gran teatro del horror, su pintura atormentada, salvaje y satánica, su humanidad torturada, retorcida y distorsionada sin piedad en inquietantes lienzos van desfilando en una estremecedora galería -la mayor proporción de belleza y crueldad que el hombre ha sido capaz de pintar, según Miguel Zugaza, director del Prado- por las tres salas de la ampliación del museo. Decía Bacon que las Furias le visitaban con frecuencia; tras visitar esta muestra no hay duda de que debían hacerlo a diario. Deja a todo y a todos en carne viva. Fue capaz de sacar, como nadie, el animal que todos llevamos dentro.

Arranca la exposición con «Tres estudios para figuras de una Crucifixión», del 44, obra cedida por la Tate, uno de los organizadores de la muestra junto al Metropolitan y el Prado. Estas figuras nos recuerdan a las del «Guernica», que pudo ver en 1938 en la galería New Burlington. Hay quien dice que esta obra es, en realidad, «su Guernica». Bacon siempre ha contado que decidió pintar tras visitar en 1927 en París una muestra de Picasso, «el artista que ha llegado más cerca que nadie al centro de lo que es el sentimiento». Nos topamos más tarde con otras Crucifixiones brutales: en especial, sobrecoge una pintada en el 62, propiedad del Guggenheim. «No soy creyente -decía Bacon a David Sylvester en una de sus interesantes entrevistas-. La Crucifixión es un espléndido armazón del que puedes colgar toda clase de sentimientos y sensaciones. No he encontrado otro tema que me haya servido tanto para abarcar ciertos sectores del sentimiento y de la conducta del hombre». En una de ellas, del 65, apreciamos una esvástica. «Fue una estupidez», reconoció el artista.

Hasta cinco versiones del «Retrato del Papa Inocencio X», de Velázquez, cuelgan en el Prado. Aparte de su admiración por Velázquez, «un pintor sobrecogedoramente misterioso», fue un cuadro que acosó, venció y aplastó a este ateo confeso: «Despierta en mí toda clase de sentimientos e imaginaciones». Con el tiempo se dio cuenta de que «era un cuadro absoluto» y que «no podía hacerse nada más sobre él». Francis Bacon retrata al Papa con la boca abierta, gritando. El grito humano es una constante en su trabajo y así se constata en la muestra. «Siempre me han impresionado los movimientos de la boca, y la forma de la boca y los dientes. Me gusta el brillo y el color que sale de la boca. Siempre tuve la esperanza de poder pintar la boca lo mismo que Monet pintaba una puesta de sol. He deseado siempre pintar la sonrisa, sin lograrlo jamás».

Eisenstein, Poussin y Bertolucci

Ver «El acorazado Potemkin» impresionó profundamente a este pintor maldito, al Kafka de la pintura, en especial la escena de la niñera, sorprendida en una matanza, que grita con la cara ensangrentada y las gafas rotas. Vemos un retrato suyo en la muestra. «Tenía la esperanza de hacer un día el mejor cuadro del grito humano, pero no fui capaz». No pudo superar a Poussin y su «Matanza de los inocentes». No es de extrañar que Bertolucci se inspirara en la obra de Bacon para «El último tango en París». Llevó a Marlon Brando a ver su gran exposición en el Pompidou para que actuara en la película como los personajes de Bacon en sus cuadros. Así consiguió Brando meterse de forma magistral en la piel de ese hombre devorado por sus propias entrañas. Cabezas vociferantes, cuerpos desollados... En sus cuadros también está Buñuel y su «Perro andaluz». Le fascinó su habilidad para vapulear los sentimientos y crear atmósferas terroríficas.

Todas las obras de Bacon tienen cristal y un marco dorado por deseo del artista. «Me gusta la distancia que crea el cristal entre cuadro y observador», decía Bacon. El marco, quizá para emular a los maestros clásicos que tanto admiraba: Miguel Ángel, Tiziano, Rembrandt, Velázquez... Hasta 16 de sus más importantes trípticos se exhiben en el Prado. Le gustaba pintarlos porque veía las imágenes en serie.

Patrocinada por Acciona y con la colaboración de la Comunidad de Madrid, la exposición cuenta con unos seguros por valor de 1.200 millones de euros; la mayoría ha corrido por cuenta de la garantía del Estado. Ha contado con tres comisarios, uno por cada sede: Londres, Madrid y Nueva York. Tanto Chris Stephens, de la Tate Britain, como Gary Tinterow, del Metropolitan, coincidieron en subrayar que ver a Bacon en un museo que tanto amaba resulta muy emocionante. «Tenía un enorme nivel de exigencia. Esta muestra es un homenaje a la ambición de Bacon como pintor -dice Stephens-: verle como parte de la gran tradición de la que quería formar parte, emulando a los grandes maestros, como si quisiera competir con Velázquez». Para Tinterow, Francis Bacon es «uno de los grandes artistas del siglo XX; un gran filósofo de su tiempo». Manuela Mena, comisaria de la muestra en el Prado, confiesa que se sintió «presionada por su grandeza de artista. Es el artista del horror y la violencia, pero también de la fragilidad, el paso del tiempo, la muerte, la nostalgia, la poesía... Y esta exposición es un laberinto con sorpresas en cada esquina». Así, vemos parte del material que acumulaba, cual Diógenes creativo, en su estudio. Descubrimos una página de ABC, fechada el 13 de abril de 1991, en la que aparece la foto de una cornada a Emilio Muñoz. La cartela tiene dos errores: se dice que está sin fechar y que procede de una revista. Zugaza promete subsanarlos.

Bacon entendía la amistad como «una situación en la que dos personas realmente se destrozan». Y es lo que hace literalmente con ellos en algunos retratos que vemos en la exposición. A Isabel Rawsthorne la desfigura, a Henrietta Moraes la «descuartiza» y le clava una jeringuilla en el brazo (Bacon explicó que lo hizo para clavar la carne en la cama)... De sus numerosos amantes, el más representando en la exposición es George Dyer. Su suicidio le generó un gran sentimiento de culpa; de ahí lo sobrecogedores que resultan los trípticos que le dedicó póstumamente y que cuelgan en la sala de arriba, la más dramática e intensa de la muestra. Ésta se abre con un tríptico, vendido por 86,2 millones de dólares, actual récord del artista. Junto a ellos, un retrato de John Edwards (a quien aceptó como un hijo e hizo heredero universal); un cuadro del 88, «Sangre en el suelo» -su realismo nunca ha sido más abstracto- o un tríptico de 1991, un año antes de su muerte, en el que aparece un retrato de Ayrton Senna a la izquierda y un autorretrato a la derecha.

«Ni Bacon ni el Prado salen indemnes de este excitante encuentro», advierte Zugaza. Y así es. El Prado se impregna de la belleza obscena de este hombre que, de no haber sido pintor, dijo, hubiera sido delincuente. Por fortuna, lo ganó el arte y lo perdió el hampa. Vino muchas veces a ver a Velázquez. A éste le hubiera encantado hoy devolverle la visita.

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